Confía en los dioses, cumple tu destino, mantén el balance, deja tu marca, respeta a lo viviente, haz tu voluntad... Tal es la naturaleza del camino pagano.
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Reflexiones Paganas es un proyecto concebido para desarrollar ideas de todas las tradiciones paganas ancestrales; volver a descubrir el modo de vida, la ética, estética y la filosofía que profesaban las personas de la Antigüedad, para luego adaptarlas a la modernidad. Sin embargo, este blog no se limitará a desarrollar únicamente temáticas religiosas, sino a todo lo que directa o indirectamente, sea susceptible de verse con ojos paganos.
La idea, es de crear un ámbito donde se pueda exponer el pensamiento ancestral, pre-cristiano, verdaderamente pagano; sus bases y fundamentos, sin mixturas o sincretismos (generalmente desafortunados). Se buscará, por un lado, orientar a quienes comienzan a transitar el sendero; pero también, informar y hacer reflexionar a aquellos que profesan otras creencias, ya que existe una gran desinformación y muchos malos entendidos al respecto de lo que, genéricamente, se suele englobar bajo el término de Paganismo.
Hace muchos años, tuve una conversación con una amiga muy querida, relacionada con los líderes comunistas y populistas de la historia de los últimos dos siglos; sus falsedades ideológicas, su corrupción y otras «cualidades» de los mismos…
En aquella ocasión, ella me expuso un ejemplo que nunca olvidé, porque era por demás simbólico y descriptivo. Me dijo: «Son como rábanos, rojos por fuera y blancos por dentro».
Lo que planeo plantear aquí, no está relacionado con la política en general o la ideología comunista en particular, pero forzaré aquel ejemplo, dado por mi vieja amiga, y lo extrapolaré al Paganismo.
¡Existen muchos paganos moralmente parecidos a los rábanos! Que denotan una filosofía y un cuerpo de creencias «por fuera» y son completamente diferentes «por dentro», siguiendo a pie juntillas la moral de la religión que les inculcaron en la niñez y que jamás fueron capaces de conjurar.
Ya hemos dicho que existen infinidad de falsos paganos, de varias clases: Están los «light», de corte new-age, que la pasan mezclando cualquier concepto, venido de cualquier parte, sin profundidad o seriedad y la van de «muy espirituales» y de «profundamente humanos», por justamente buscar la armonía sin el compromiso, la tolerancia sin el entendimiento y la fraternidad sin la justicia.
También existen los paganos (en realidad falsos paganos), de corte «heavy», que pululan por la red y el mundo intelectual más o menos «alternativo» y contaminan a nuestras ancestrales tradiciones con fascismo, racismo, xenofobia, homofobia; con populismo, demagogia, tolerancia con el crimen, anarquía o extremismos de cualquier tipo.
Y, finalmente, los filocristianos, que siempre tratan de agregar o «incrustar» concepciones de su religión natal a las nociones paganas básicas y antiguas. Cosas que por lo general son incompatibles y cuya fusión ecléctica, deviene en doctrinas poco claras o en «tradiciones» totalmente ambiguas.
Pero estos tres grupos ya son harto conocidos por la mayoría, fáciles de identificar y, además, abordados en artículos anteriores de este mismo blog.
Sin embargo, existe «otra clase» de pseudo-pagano, que pulula por el mundo de manera más o menos impune y que aún se atreve a cuestionar a quienes son auténticos en su ética y estética, en su filosofía conductual y su concepción de la Vida.
Se trata de personas, que no carecen de seriedad como los new-agers, no son neo-nazis como los pseudo-paganos extremistas ni mezclan las doctrinas cristianas (o de otras creencias o religiones) con el verdadero Paganismo. Por tanto, suelen ser respetadas, escriben libros, dan conferencias y dictan cursos, sin que nadie los cuestione u oponga argumentos en su contra.
Estas personas, sin embargo, son como «rábanos» a la hora de ejercer su «paganismo», de aplicar la ética inherente al mismo en sus propias vidas. Son como «rábanos», cuando deben decidir, optar, comprometerse y mantener una línea clara de conducta. Son como «rábanos», porque han adquirido un llamativo «color» por fuera, el de una religión minoritaria y transgresora, como lo es el Paganismo, respecto del sistema de creencias hegemónico, pero que son «blancos», anodinos, sin color alguno, en sus núcleos, en lo profundo de sus mentes y sus corazones.
Estas personas, son «paganos» por fuera, pero llevan la moral dogmática de la ICAR, que les fue inculcada en su niñez, por dentro. Dicen ser una cosa, pero sienten otra. El barniz de su postura pagana, no pasa de los ritos, de los símbolos que llevan colgados al cuello o de las teorías que exponen en diferentes ámbitos comunicacionales. Pero en sus vidas, en el diario acontecer. Siguen siendo y haciendo lo que sus padres y abuelos católicos les «enseñaron» de niños, siguen considerando como «pecados» todo lo que sea contrario a la moralina que les «inyectaron» los curas y monjas, cuando fueron al «catecismo» y tomaron su «primera comunión».
Pero estas personas, cabe aclarar, no son falsos ni hipócritas. Porque no les mienten a los demás o muestran una falsa máscara, sabiéndolo. Se mienten a ellos mismos, se miran al espejo y «ven» el color brillante y llamativo con que han barnizado sus vidas e incluso se sienten orgullosos del mismo.
El problema que tienen, es que no analizan su conducta ni profundizan en sus corazones y espíritus, para constatar que no han cambiado en nada. Porque, eso sí, son tan mediocres que no conocen que la medida de una religión es su moral, que el valor de cualquier doctrina o sistema de creencias se mide por su ética conductual y no por los dogmas, ritos o ceremonias, por más importantes o seriamente abordadas que estas cosas estén.
Pero es el propósito de esta editorial, no el hacer una denuncia retórica de tales individuos, sino el exponer cuales son las manifestaciones más típicas y odiosas de su accionar, tanto para hacer pensar un poco a los «rábanos», como para evitar que los auténticos paganos los confundan y tomen como uno más, de entre sus filas.
La lista de falsos conceptos morales, podría ser interminable, pero bastará con enumerar los más groseros, los más mediocres y lamentables. Con ellos, las cosas quedarán más claras y podremos saber quien luce el «color» del paganismo como una camiseta deportiva y quienes realmente lo viven en sus corazones.
El más ridículo de todos los prejuicios arrastrados desde la ICAR, que podemos ver en estos sujetos, es la homofobia y, en general, el odio o aversión a cualquier tendencia o preferencia sexual alternativa.
Siempre me he preguntado: ¿Qué no entienden nada de nuestras raíces? ¿No saben que Alejandro Magno fue bisexual, que Sócrates era homosexual y que Safo, la más grande poetiza de la antigüedad, era lesbiana? ¿Realmente se atreven a descalificar a personajes de esa talla, a nuestros referentes y próceres o sólo es que son tan mediocres que no piensan en ello? ¿No saben que el Babilonia era un pecado contra la divina Ishtar el permanecer virgen luego de los 20 años? ¡Creen que el paganismo se trata de un politeísmo mixturado con la moral de los «Diez Mandamientos», la Toráh o los Evangelios!
Pero hay que aclarar una cosa, la verdadera infamia no es que crean eso, ya que los paganos somos abiertos y, sencillamente, no tenemos dogmas morales. Hasta sería posible que sintieran y obraran según esos valores y pudieran llamarse a sí mismos «paganos», si no fuera por una cosa: JUZGAN A LOS DEMÁS con esa moral foránea, ajena a nuestro sentir y a las más preclaras tradiciones de las grandes civilizaciones que la Humanidad ha visto jamás.
«Rábanos», ¡Estudien sobre Grecia, Babilonia y Egipto, antes de despreciar a sus hermanos y hermanas! ¡No sean patéticos y fijen una ética pagana, al menos tanto como se muestran «paganos» a la hora de hacer rituales o socializar con los demás!
Otro caso típico, es el del aborto y las cuestiones sobre el control de la natalidad. En este aspecto, el Paganismo no tiene una sola opinión al respecto, pero sí hay un parámetro claro, algo que nadie puede excusar: Se puede estar o no de acuerdo con el aborto libre, pero jamás un verdadero pagano juzgará, discriminará y mucho menos condenará (o pedirá condena) para una mujer que lo haya practicado.
Éste, podrá aconsejar una u otra cosa a ese respecto, según su consciencia le dicte, pero PRIMARÁ siempre, el concepto de libertad, de responsabilidad personal y de propiedad del propio cuerpo, porque todo pagano o pagana es, ante todo, una PERSONA LIBRE, y así considera a todo el resto de la humanidad, no sólo a sus hermanos en la fe.
Una persona que ataca o busca algún tipo de condena social, judicial o moral para una mujer que ha abortado, NO ES UN PAGANO, es un hipócrita que nunca debió salirse de la ICAR.
Vale lo mismo cuando se habla de conductas sexuales en general. La mayoría de los paganos aconsejará responsabilidad y dignidad en su ejercicio, pero jamás, bajo ningún concepto o excusa, discriminará a una prostituta, taxi boy o a nadie, por lo que haga con su propio cuerpo, porque ya sea que fuere victima de situaciones sociales lamentables o lo haga por su propio gusto, JAMÁS es culpable de nada. Jamás lo es, porque no hay pecado de «fornicación» o «lujuria» en el Paganismo. Cada quien es dueño de sí mismo y libre para hacer con su sexualidad, lo que prefiera.
Podríamos seguir con la cuestión de la igualdad de géneros: ¿Puede existir algo más básico que esto en la concepción de lo que es el Paganismo? ¿Acaso no tenemos dioses y diosas por igual (o, en el caso de la Wicca, un Dios y una Diosa en igualdad de condiciones)? ¿Cómo es posible que alguien se llame pagano y sea «machista» o «hembrista»?
¡«Rábanos», si creen que la mujer y el hombre no tienen los mismos derechos, no son iguales ante la vida y los dioses y no deberían ser tratados como pares en la sociedad, ante cualquier situación o evento, entonces vayan con su música a otra parte o a llorar a la iglesia que los vio crecer cuando niños (porque todavía lo siguen siendo en su interior)!
Y, a esos lamentables seres que creen que por haber nacido con genitales masculinos son superiores a la Mujer, les propongo un ejercicio mental (no tienen que contar el resultado a nadie): Imaginen que están frente a Boudica, la gran reina de los icenos… ¿Se atreverían a tratarla como un ser «inferior», siendo coherentes con vuestros prejuicios, o se mearían encima sólo por estar frente a su presencia?
Qué decir de los cobardes que la van de «civilizados» (débiles en realidad) y que juzgan como fascistas o represores a todos aquellos que pretenden que una sociedad mantenga la ley (civil y laica, aclaremos) como medio para vivir en armonía, paz y justicia. Que descalifican a quienes hacen uso de la violencia cuando es necesario (no por capricho o sin razón), porque tienen el valor de hacer primar la justicia y la seguridad de los demás ciudadanos, incluso por encima de sus propias vidas.
«Rábanos», si quieren «amor y paz», si creen que las cárceles o la justicia penal es «pre-moderna» o «anti-progresista», si les gusta «poner la otra mejilla», váyanse lejos del Paganismo, porque aquí corren el riesgo de que se las rompan.
El Paganismo no consiste en «cargar una cruz» o ser mártires de nada; no tiene relación con el «amor incondicional» de la New Age ni con la destrucción del «ego» que plantea el Buddhismo. Se trata de un sendero de autoconocimiento (como dictaba el Oráculo de Delfos), de auto-superación; tiene que ver con el árete griego y con las virtudes mostradas en el Hávamál y los demás Eddas; se trata de seguir la ma’at («verdad-justicia») de los antiguos egipcios y de perseguir la virtud platónica de la kalokaghatia («unión de lo bueno con lo bello»), entre otros muchos valores ancestrales.
Si pueden verse al espejo, rascar bajo el «barniz» que han adquirido y pensar que están de acuerdo con los valores y principios citados, sigan con nosotros… De otro modo, déjennos en paz y continúen por sus verdaderos caminos, aquellos que jamás abandonaron, pese a pretender que alguna vez se convirtieron.
Cada quien es dueño de pensar lo que guste, de creer lo que su corazón le dicte, pero sólo los que siguen los verdaderos lineamientos de la ética ancestral, que no es diferente del Humanismo, excepto en que, además, tiene la carga del «camino del guerrero», pueden llamarse a sí mismos PAGANOS. ¡»Rábanos», entiendan eso!
Se sabe que el primer culto practicado por el hombre, o más exactamente por sus predecesores, fue el manismo funerario o culto a los muertos.
Antecedentes del mismo, se registran ya hace 30.000 o 40.000 años (pero se cree que sus inicios datan de mucho antes, creyendo algunos, que sus primeros atisbos comenzaron con el Homo Erectus, 500 mil años atrás). Pero más allá de los rituales o cultos propiamente dichos, es decir, lo que resultase en alguna actividad particular o bien en un sistema de creencias, al menos desde tal antigüedad o quizás mucho antes, estos seres concentraron su atención en las fuerzas naturales.
Es lamentable que, al no existir en el presente ninguna especie cuya posición en la escala evolutiva la sitúe en el punto inmediatamente anterior al del Homo Sapiens, no se tenga la posibilidad de analizar en el campo experimental la forma en que la especie humana se relacionó con su entorno, y sobre todo, que pensó sobre el mismo, en la época que dio sus primeros pasos.
Hace dos o tres millones de años, los primeros homínidos se paraban en sus extremidades traseras, comenzaban a recolectar alimentos y a tomar objetos con sus manos para defenderse o para facilitar la obtención del alimento. Este proceso, tuvo un valor agregado: El progresivo y sistemático desarrollo de herramientas y una realimentación constante de la expansión cerebral para mejorarlas.
Esa diferenciación con otros animales (como los chimpancés), que usan «herramientas» pero sin refinarlas o «trabajarlas» (sólo se valen de palos, piedras o huesos que encuentran en su hábitat), es lo que comenzó a diferenciar a los homínidos y a generar el primer atisbo de lo que miles de siglos después, sería el nacimiento de la cultura humana.
Pero, todavía, estos seres no eran conscientes de su propio «ego» o «yo» y, por tanto, tampoco de su individualidad, funcionaban socialmente y veían en el entorno básicamente dos cosas: peligros y oportunidades de subsistencia. La «programación» genética que la evolución (de 3.800 millones de años) les había dado, les permitía distinguir entre lo que favorecía la supervivencia (frutos de los árboles, vegetación, el agua, etc.) y lo que la ponía en peligro (depredadores, fuerzas naturales peligrosas, etc.). Si bien en aquel momento, al no existir actividades «humanas» propiamente dichas, las fuerzas naturales no provocaban el interés (léase: «la atención») de estos animales, los eventos geológicos, climáticos y cósmicos de cierta intensidad debían, necesariamente, despertar en ellos profundos temores y gran ansiedad.
Al ver al entorno como un conjunto de peligros y de posibilidades, sin diferenciar los objetos de los sujetos y viviendo en una semiconsciente unidad con el medio, los temores no eran más que impulsos inherentes al instinto de conservación, sin un componente residual que provocara en ellos «pensamiento asociativo». Tal actividad mental, es propia del Homo Sapiens y de sus predecesores inmediatos, y no se remonta tan atrás en la evolución.
Lo anterior, valía tanto para los ataques de depredadores o de enemigos ocasionales, como lo constituían individuos de la misma especie en la lucha por la obtención del alimento, como para los embates de las fuerzas naturales (eventos climáticos, pluviales, geológicos, etc…).
Sin embargo, las impresiones que el acontecer diario provocaban en el inconsciente de estos proto-humanos fue generando, a la par que la inteligencia crecía y la psiquis humana se iba perfilando, imágenes arquetípicas, ideas remanentes, poco precisas y vinculadas con el temor y las experiencias traumáticas que la relación o la proximidad de tales fuerzas o eventos provocaba en ellos.
Ya dentro de la historia del Homo Sapiens, en el paleolítico superior, cuando la forma de obtención de alimento era la caza organizada y por tanto se «ejercía» violencia contra el entorno, el Hombre diferenciaba perfectamente tanto a los seres que lo rodeaban como a las fuerzas del medio ambiente.
A medida que tuvo la necesidad de comprender mejor los cambios a su alrededor, ya que al ser cazador necesitaba saber dónde buscar el alimento, cuando llegaban las épocas en las que tenía que protegerse del frío; cuando podía escasear el agua, cuando había luna llena, etc. , también tuvo que aprender a diferenciar entre animales que podían ser presa, de otros que podían depredarlo e incluso de un tercer grupo del cual no podía alimentarse. Todo este aprendizaje, interactuó con su cerebro en expansión y con las estructuras más profundas de su inconsciente.
Otro elemento importante, que debe haber generado numerosas ideas simpáticas o inductivas, fue la primitiva dependencia de los eventos naturales para la obtención del fuego, cuando aún no se sabía cómo generarlo, el fuego era «buscado» luego de la caída de rayos o bien al menguar los incendios forestales que, como hoy, se provocaban en forma espontánea en las épocas de sequía.
El fuego era «guardado» en lugares protegidos de las cavernas o bien transportado mediante recipientes especiales, se lo cuidaba con esmero, ya que la vida de la tribu dependía en gran parte del mismo.
La responsabilidad de mantener la llama siempre encendida se le daba a un miembro de la tribu, que por lo general se dedicaba solamente a eso y era de edad madura (algo más de 30 años). Pero cuando este se extinguía, era necesario buscarlo de nuevo y, seguramente, los «espíritus» del rayo o del fuego, en los bosques, eran invocados para que fueran propicios.
Tales acciones de «invocación» fueron en un principio análogas a la «imposición de manos», la cual consistía en dibujar en las paredes de la caverna o bien en muros lisos de las rocas cercanas al lugar de asentamiento, a los animales que se pretendían cazar, los frutos que se pretendían recolectar, etc. Tal acción, imbuida de gravedad ritual y generalmente llevada a cabo por el shamán o hechicero, daba a todos los miembros del clan o de la tribu, la certeza de que se encontraría el alimento y de que la cacería sería propicia.
Además, estos registros, dibujos y pinturas, servían para apuntar información, transmitirla a través de las generaciones y, no menos importante, como medio de expresión de individuos y colectivos en general. Esto último, sin duda, desembocaría en lo que hoy conocemos como el Arte.
Es que el Hombre, desde sus comienzos, en la medida que fue comprendiendo su entorno, desarrolló su imaginación, que no es otra cosa que la respuesta a la ansiedad que le provoca el no «tener» lo que necesitaba de forma inmediata, y por tanto, la «visualización» ya sea privada-mental o bien pública-ritual de la «obtención» del objeto o sujeto de su necesidad le eran tanto agradables como potenciadoras de su seguridad (autoestima y capacidad volitiva) para llevar a cabo en la «realidad» el hecho imaginado. Tal es el verdadero poder de la magia primitiva.
En cuanto al fuego, y a otros elementos que formaban parte de las necesidades menos «materiales» de la tribu, dichas acciones no eran necesariamente «representadas» en las pinturas rupestres, pero se llevaban a cabo actos equivalentes a aquellas «imposiciones de manos», tales como rituales en donde el fuego «ya estaba presente» (en la imaginación de los participantes).
A medida que se agudizaba la cognición del entorno por parte de estos hombres primitivos, se fue instalando la noción de que todos los procesos que observaban estaban relacionados entre sí, y que en última instancia, los procesos «superiores» (es decir los que enmarcan o determinan a todos los demás) tenían que ver con los cielos.
A partir de esto, el «Cielo» fue convirtiéndose en el «Padre» (u «origen») de todos los eventos naturales, y en forma más o menos directa de todos los seres vivos. Este pensamiento, en un principio «naturalista» o animista, fue revistiéndose de una mayor complejidad teológica con el correr del tiempo y la evolución de los sistemas de creencias y finalmente llegó a determinar la aparición de un dios (o grupo de dioses) del Cielo: el «Padre» (dyeus patēr, en la lengua proto-indoeuropea o el Anu, de los sumerios) de todos los eventos y de todas las fuerzas cósmicas.
El Padre Cielo
El Cielo, es el arquetipo de inmaculada pureza así como de infinitud y orden cósmico. Desde siempre y hasta el día de hoy, casi sin excepción en el inmenso concierto de culturas que ha generado la especie humana, ha sido venerado como el «Padre» (en otras culturas como la «Madre») o el origen de los seres vivientes.
La patriarcal (machista) visión que, las culturas agrarias de finales del neolítico, tuvieron sobre el Universo derivó en la creación de los dioses solares como Râ o Shamash, en cultos fálicos de la fertilidad como el de Baal, o en tótems tribales como el hebraico Yãhwêh.
Mucho antes, sin embargo, los cazadores primitivos miraban absortos el cielo nocturno, al que no lo eclipsaba todavía luz artificial alguna, ni lo opacaba la contaminación atmosférica del mundo moderno. (Hoy en día, el cielo nocturno casi no presenta estrellas visibles, en especial en las ciudades y sus cercanías, quedando muy pocas áreas del mundo en donde el factor máximo de visibilidad se conserva. Sin embargo, en las noches claras de los tiempos prehistóricos, la propia Vía Láctea, sin necesidad de la luz lunar, generaba sombras en los objetos).
Esa mirada ingenua pero cargada de admiración y curiosidad, motivó en ellos, un impulso irrefrenable de comprender lo que veían. Lo que los llevó a concebir la única explicación que encontraron a tal inmensidad: Que poderosos seres moraban en las alturas y que con su magia mantenían «funcionando» el movimiento de los astros, los cambios en las nubes y los ciclos del clima.
Especialmente la noche, con su misteriosa oscuridad y a la vez con la variedad de fenómenos celestes que ofrece al observador atento, generó, por entonces, todo tipo de temores e ideas asociativas, carentes de lógica, pero impregnadas de una fuerte connotación dramática. Las constelaciones clásicas y su relación con los mitos de la Grecia Antigua son sólo un ejemplo de ello (sin embargo, los antiguos egipcios, entre otros pueblos, imaginaban configuraciones todavía mucho más complejas para las mismas).
En cuanto al cielo diurno, el azul claro que tiñe la atmósfera por la refracción de la luz solar sobre las microscópicas gotas de agua inmanentes en ella, hizo que el hombre primitivo vea en el mismo a un inmenso océano, que por «la magia de los dioses» no «caía» sobre la tierra. En muchos textos arcaicos de la antigüedad pueden leerse citas en donde se habla de «las aguas de los cielos»; por ejemplo en el relato que la Biblia hace del mito del diluvio universal, se dice:
«…Cuando irrumpieron todas las fuentes del abismo y se abrieron las compuestas del cielo. Y la lluvia cayó sobre la tierra…» (Génesis 7:11-12).
De nuevo «el abismo» representa un papel importante en los eventos cósmicos. Aquí aparece el cielo como una masa infinita de «agua» que ha de caer a la Tierra, sobre los mortales, cuando los dioses (o en este caso el «dios» de Israel) así lo dispongan.
Aún hoy, no es difícil entender porque siempre se mira hacia arriba cuando la mente humana imagina la morada de los dioses (al menos, la de los más importantes) o cuando se busca, con una fe intensa, el posible destino de los que han partido al más allá.
Tal vez se esté ante el arquetipo más abstracto de todos, el que más cerca se encuentra de la Unidad filosófica, es decir, de la causa primordial de todas las cosas. Incluso se corresponde con el punto de vista científico, ya que según la física moderna, el espacio es resultado de la organización de la energía en forma de partículas elementales (materia), por lo que espacio y génesis universal son casi sinónimos. Más allá de esto, según la perspectiva de los seres terrestres, como es el caso del Hombre, ninguna imagen representa mejor este concepto que la resultante de una visión atenta de los cielos.
Cuando se analizan los posibles orígenes de los cultos religiosos, de los mitos, y de las ideas filosóficas nacidas a partir de la observación devota, o al menos atenta, del firmamento, surgen una serie de paradojas, de entre las cuales una es la más importante: ¿Acaso existe una especie de conocimiento innato que inspira a toda inteligencia a mirar hacia arriba y tener tanto emociones intensas, tales como la admiración, el temor, la incertidumbre o la plenitud, como así también, ideas profundas y «creativas»?
Y si es así: ¿Proviene de algún misterioso registro primordial del inconsciente colectivo que dicta la verdad de que todo lo existente proviene del «espacio», de que el hombre y su mundo está formado de «polvo de estrellas»? (O sea, por los residuos dejados por las estrellas muertas de incontables millones de años atrás).
Por otro lado, de existir tal conocimiento, hace surgir otra pregunta: ¿El mismo, es la noción supraconsciente que realidades o consciencias superiores inspiran en el Hombre o bien un simple e instintivo impulso de «ir más allá», para dominar o colonizar a lo que aún no se posee?
De ser correcta la segunda posibilidad, sería el mismo instinto que motivo la exploración de los mares a finales de la edad media y durante el Renacimiento; que hizo estudiar las estrellas a los antiguos sumerios, caldeos, egipcios, mayas, persas y chinos; y que hoy inspira los vuelos espaciales y la exploración de lo que está más allá de los límites de nuestro planeta.
Tal vez, y más probablemente, el motivo de tantos siglos de devoción, culto y fascinación, sea una caprichosa conjunción de todas esas causas, aunadas y, por tanto, imprecisas e imposibles de verificar (generalmente, las causas profundas de la Vida, son multifactoriales).
Más allá de la imposibilidad de dar una respuesta categórica a estos interrogantes, es obvio que la vista de las estrellas y su inmutabilidad, ha dejado en el Hombre una profunda impresión. Quizá sea así porque éste se encuentra sometido a constantes cambios, en su persona y en el medio en que vive. Todas las cosas a su alrededor se alteran, evolucionan y terminan por desaparecer, sin embargo, una sola se presenta ante su vista, sin cambios e imperturbable: las estrellas del firmamento.
Durante el día, ocurre otro tanto: El Sol cumple su ciclo, «sale» y se «pone», cada jornada… Y si bien hoy sabemos que es una ilusión de la perspectiva orbital desde donde observamos el fenómeno y que es la Tierra la que rota y gira alrededor del Sol, la idea sigue vigente, así como el los albores de la cultura humana: El Sol «nace y muere» cada día y genera, entre esos dos eventos, la evolución de cada día. Tal simbolismo arquetípico, ha sido el fundamento de muchas de las más importantes creencias religiosas sobre esta vida y las hipotéticas existencias ultraterrenas, desde (al menos) los antiguos egipcios, hasta nuestros días.
Este hecho que, por la vida moderna y su aceleración, pasa hoy totalmente desapercibido, fue, y es para las sociedades primitivas que todavía sobreviven, motivo de gran atención y fuente de preguntas e inquietudes de trascendental profundidad. Particularmente las estrellas de los polos, sobre todo en el Norte, eran veneradas por su «estabilidad». Los egipcios la llamaban «las indestructibles», porque sin importar la época del año, siempre aparecían en el firmamento. Por otra parte, uno de los símbolos más antiguos que existen, como es la esvástica, se la cree conectada con las evoluciones en espiral de Polaris (o la «Estrella Polar» o Alpha Ursae Minoris).
Aún así, es difícil saber cuál era el pensamiento real de aquellos seres. Los estudios antropológicos y arqueológicos sólo aclaran temas puntuales y fragmentarios (casi siempre, podría decirse, que muestran el envase y no su contenido).
De seguro, aunque elemental, el hombre prehistórico tenía un completo sistema de creencias, incluso antes de la vida tribal, cuando las únicas formas de organización social eran los clanes nómades o seminómades. Las ideas que, por entonces, se tenían sobre el cielo sólo pueden ser imaginadas por los investigadores del presente, pero, aun así, existen puntos incontrovertibles en cuanto a sus conceptos generales.
En todas las grandes civilizaciones se ha adorado el Cielo, al igual que la Tierra, casi siempre identificándolo con el «origen» de la existencia. Los chinos, por ejemplo, rendían culto al Sol, la Luna, la Tierra y el Cielo como a los cuatro arquetipos básicos de su sistema de creencias; el mismo emperador saludaba a los «cuatro vientos» invocando a estas dos parejas divinas.
Para ellos «El Cielo» era el origen de los espíritus y los dioses, en éste se forjaban los destinos de los hombres. En sus filosofías, siempre se aludía al mismo para ejemplificar la perfección y el cúmulo de todas las virtudes, siendo esta última idea la base central desde donde estaba construida toda la escuela moralista de Kong-Fu Tze (Confucio).
Por su parte, el «Libro de las Mutaciones» (I Ching) califica al Cielo como «lo creativo», dando a entender que es la fuente potencial de la existencia. De la misma forma el Taoísmo chino y el Shintoísmo japonés le adjudicaban ser el origen de todos los seres (incluyendo a los kami-gami o dioses).
Dentro de las creencias indoeuropeas, dioses como Uranos, para los griegos o Varuna, para los primitivos indoarios, eran la personificación de la «Bóveda Celeste» y en épocas prehistóricas gozaban de gran importancia. Para los mismos, estos dioses otorgaban las lluvias, necesarias para las cosechas y, al mismo tiempo, eran los responsables de las tempestades y de otras calamidades naturales.
Eventualmente, cuando las sociedades se estratificaron, apareció una «nueva generación» de dioses, casi siempre descendientes de los nombrados (como es el caso de Zeus, nieto de Uranos). Estas deidades de las fuerzas elementales del clima y del Cielo como lugar cambiante y caótico (tormentas, nubes, rayos, vientos, etc…), fueron abordados en las etapas en que las antiguas tribus nómades y semi-nómades, pasaron a ser grandes ejércitos y a conquistar tierras y señorearlas.
En esta nueva etapa, los dioses que reinaban en los cielos eran los de las tormentas: Thor (nórdico), Donar (germánico), Perún (eslavo), Perkunás (báltico), Taranis (celta), Techub (hitita), Júpiter (romano), Zeus (griego) e Indra (indostano), etc… Pero, en general, los dioses supremos seguían morando en «las alturas».
En lo que respecta a las culturas de la América Precolombina, gran parte de los pueblos aborígenes adoraban al cielo bajo diferentes nombres (Wakan-Tanka, Ghikche-Manithú, etc…) como la imagen viva del «Gran Espíritu», del «Gran Padre», ya que si bien creían que el mismo estaba inmanente en toda la naturaleza, su imagen por antonomasia era la de los cielos abiertos. Por tal motivo, términos equivalentes al de «Padre Cielo» son comunes, en las lenguas nativas, desde los bosques del Canadá hasta las llanuras patagónicas.
En las numerosas culturas mesoamericanas, en donde existía la predilección por deidades infernales, funerarias o elementales, aun así, se aprecia una gran valoración de la sacralidad y divinidad del Cielo evidenciada en la construcción de los numerosos templos piramidales. Según parece, los mismos pensaban que construyendo a sus recintos de culto lo más alto posible, se encontraban más cerca de los dioses.
En síntesis, para el hombre antiguo, el cielo representó siempre lo «inalcanzable». Si bien las profundidades de la Tierra («El Mundo Inferior»), identificadas con el Hades (para los griegos), el Averno, el Duat (para los antiguos egipcios) o la mismísima diosa Hel (entre los nórdicos), le resultó siempre un misterio, al cual temía y respetaba; los cielos limpios, en el alba de la historia, eran objeto de una veneración, también temerosa, pero aunada a una mayor serenidad y espiritualidad.
No es un secreto que, cualquier persona con sensibilidad e inteligencia, en una noche clara, siente «elevarse» su espíritu, contemplando las estrellas. El porqué de este fenómeno es muy simple: Los seres humanos, al igual que muchas otras especies animales, posee en su cerebro, cierto tipo de información que les permite interpretar las percepciones de sus sentidos. La misma puede compararse a los programas de computación que utilizan los satélites artificiales para procesar los datos obtenidos al orbitar la Tierra o los de las sondas enviadas al espacio para fotografiar otros planetas. Como la información que reciben no puede ser utilizada sin ser enmarcada en un preciso sistema de coordenadas, es necesario que en todo momento se tomen mediciones espaciales (distancias y proporciones relativas, lo que los expertos llaman: telemetría) que haga comprensible y mensurable los datos visuales que se recogen.
De la misma manera funcionan los sentidos del Hombre, especialmente su vista, sólo que el encargado de realizar aquí tales mediciones y comparaciones (con las imágenes almacenadas en la memoria) es el cerebro. Recientemente se ha comprobado que el ojo en sí mismo, si se lo compara con una cámara de vídeo, no es muy eficiente. Para poder ver con la precisión que cualquier persona de vista sana lo hace, es necesario que el cerebro interprete los datos recibidos desde el nervio óptico y los corrija (a través de una enorme cantidad de interacciones entre el órgano de la visión y las neuronas que procesan dicha información).
Pero este proceso no sirve cuando la imagen visual no puede enfocarse en un objeto determinado, como sucede cuando se mira al infinito (o a los cielos abiertos). De esta forma, desde la más remota antigüedad, cuando se observa al Cielo, especialmente en espacios abiertos en donde las estructuras arquitectónicas o los accidentes geográficos no obstaculizan la visión, es posible sufrir vértigo, u otras sensaciones inquietantes. Estas son el producto de la imposibilidad que el cerebro tiene de mesurar dicha información visual. Eso es lo que el espacio abierto provoca y su resultante es el efecto de «inmensidad» (por la imposibilidad de establecer una perspectiva), el cual siempre va emparentado con el asombro, el temor y la reverencia.
Desde el punto de vista psicológico, en la noche, la carencia de luz hace que los temores y las inquietudes instintivas florezcan. Todas las especies no depredadoras, en especial los homínidos que vivían en los árboles y por su actividad diurna estaban casi indefensos sin la luz solar, poseyeron siempre gran sensibilidad al medio, traducida en temor a todo lo desconocido o inesperado. Esa es la forma en que la evolución los dotó para la supervivencia.
El Hombre, en su estado primitivo (sin su tecnología) pertenecía a esta categoría; en él, tales emociones provocan asombro, miedo, fascinación y angustia. Por su mayor consciencia y deducción asociativa con frecuencia, el temor instintivo se trasformaba en terror traumático, por el recuerdo de pasados peligros.
Todas estas cosas unidas a la primitiva ignorancia de las leyes de la Naturaleza, hicieron que el cielo nocturno, con su manto de oscuridad, se «llenara» de seres y entidades de diferente naturaleza, benéficas y malignas, todopoderosas o insignificantes. Desde los dioses y semidioses hasta los ángeles o los demonios; desde las poderosas entidades divinas hasta los espíritus elementales; todos ellos «nacieron» a partir del temor hacia lo desconocido y hacia lo inconmensurable.
Otro componente instintivo relacionado con la veneración del Cielo, tiene que ver con las aves y sus vuelos. La mente del Hombre, sujeta a su cuerpo físico, limitada a sus cinco sentidos, que a veces le son sumamente ineficientes, siempre quiso ir «más allá» y el ver las capacidades aéreas de los pájaros despertó su ambición. El deseo de «volar» que existió, al menos, desde la época en que surgió el mito de Ícaro y que, en la actualidad, originó la exploración del espacio, así como todos los logros de la aviación, es consecuencia (y evidencia) de este hecho.
Todos los seres humanos participan de ese anhelo por lo inalcanzable, producto de ser seres limitados. Esto se combina con el instinto de territorialidad (muy fuerte en la especie humana) provocando el poderoso deseo de llegar a donde nadie ha llegado y de poseer lo que otros no poseen.
Tal vez, el Cielo haya sido el origen y la causa del deseo de trascendencia que siempre ha motivado a los filósofos, sacerdotes y místicos de todas las culturas. Ese influjo tan sutil, y a la vez tan fuerte, es el motivo de que algunos de los primeros y generalmente más importantes «dioses», en que el Hombre ha creído, fueran el resultado de personificar a los espacios celestes.-
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Me gusta lo desconocido, el Erebus... Me complazco en las diferencias, en la pluralidad, en la variedad. Me interesa la realidad tal cual es, pero presto atención a la verdad de cada quien. Estoy en una búsqueda que sólo terminará cuando muera.