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«Hoy es un buen día para morir», decía el antiguo grito de guerra Sioux. Los humanos modernos,...

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¿Quieres ser inmortal? ¡Haz algo extraordinario!
Carl Sagan

Crazy Horse

Guerrero sioux oglala… Así luciría Tasunka Witko (Crazy Horse), de quien no se conoce fotografía o imagen fidedigna.

«¡Hoka Hey!» (en lengua lakhota: «¡Hoy es un buen día para morir!»), fue un grito de guerra que se escuchó en las cercanías del río Little Big Horn, en el territorio de Montana, Estados Unidos, a finales de junio de 1876, cuando se llevó a cabo la célebre batalla entre Tasunka Witko («Crazy Horse« o literalmente: «Su caballo es loco», 1840 – 1877), el gran guerrero y jefe de la tribu Sioux Oglala y el infame comandante del 7° Regimiento de Caballería de USA, el Teniente Coronel George Armstrong Custer.

El primero, comandando a los bravos guerreros de su tribu natal, luchando por su tierra y su derecho a vivir en libertad; el segundo, un genocida y racista, con pretensiones políticas para la Casa Blanca, que no dudó en matar a centenares de hombres, mujeres y niños aborígenes americanos y violar todos los tratados existentes, para lograr sus fines.

Pero el propósito de esta nota, no es narrar dicha batalla, ni como «Caballo Loco« hizo justicia a su pueblo y herencia cultural, al aniquilar a su enemigo, a los «wasichus» o invasores blancos, sino más bien rescatar aquel grito, para dar nombre a una virtud pagana olvidada: La de saber morir bien.

Saber morir es tan importante como saber vivir:

Los humanos modernos, sin importar la cultura natal, la religión que practiquemos o el nivel de educación que tengamos, solemos olvidar el hecho más importante de la Vida: La Muerte. Tratamos de no pensar en ella y de dejar circunscriptos a los cementerios y lugares de respeto y remembranza de los difuntos, todo pensamiento o sentimiento al respecto.

Se ha perdido un saber inapreciable, un conocimiento trascendente: La idea de que vivimos para la muerte, que nuestras vidas son menos que un parpadeo en la Eternidad, que el polvo y el olvido es el destino de los hombres. Un conocimiento que ha estado presente ya desde los primeros escritos humanos, como el que sigue:

«Gilgamesh, ¿a dónde vagas tú? La vida que persigues no hallarás. Cuando los dioses crearon la humanidad, La muerte para la humanidad apartaron, reteniendo la vida en las propias manos. Tú, Gilgamesh, llena tu vientre, goza de día y de noche. Cada día celebra una fiesta regocijada, ¡Día y noche danza tú y juega! Procura que tus vestidos sean flamantes, tu cabeza lava; báñate en agua. Atiende al pequeño que toma tu mano. ¡Que tu esposa se deleite en tu seno! ¡Pues ésa es la tarea de la !»

(«Poema de Gilgamesh», Tablilla X, Columna III – h. 1500 a.C.)

Sin embargo, pese a la innegable realidad de lo anterior, el paganismo ancestral, en casi todas sus tradiciones, proponía una visión valiente y realista ante aquel destino final que a todos nos espera. No la de lamentarse, no la de ocultar el temor o mantener lejos todo pensamiento sobre el final de la existencia sino, muy por el contrario, usar este conocimiento como una herramienta para vivir plenamente, para ser felices y sacarle el máximo provecho y placer a la vida.

No se trata de ninguna verdad «revelada», de ningún conocimiento «iniciático» o «arcano». No hace falta llevar a cabo viajes exóticos o largas meditaciones, para llegar a vivirlo… Tan solo de la simple sabiduría del sentido común, emanada de aquellos hombres y mujeres, que por miles de generaciones, veían a la Muerte a los ojos, desde muy cerca. No en hospitales esterilizados y pintados de blanco, sino en cualquier momento y lugar, de manera violenta, cuando había guerras, rapiñas o depredadores; de manera subrepticia y silenciosa, cuando llegaban las plagas o las hambrunas.

Aquellas personas antiguas, aprendieron a vivir con la Muerte siguiéndoles los pasos desde muy cerca y justamente por ello solían ser, por momentos, más felices que nosotros (no siempre ni constantemente, porque la felicidad permanente es sólo una quimera) y también tener vidas plenas y enérgicas.

Ese conocimiento, que nos legaron los ancestros y que fue olvidado por la cultura moderna, no es inaccesible, sino que sólo requiere un mínimo de contemplación de la existencia y de nuestro papel en ella. Es en verdad simple: Hay que estar preparado para morir en el presente día, vivir cada día como si fuera el último.

Eso, por sí solo, hará que se viva con intensidad cada momento, valorando cada minuto, siendo conscientes de cada segundo. Si no se abandona la idea de que la muerte está a la vuelta de la esquina, la vida se vive con intensidad, con la percepción aguzada y aumentada, con total consciencia de cada momento.

El pagano se considera a sí mismo, un guerrero. No porque busque la violencia o la guerra, sino porque siempre está preparado para luchar contra los obstáculos de la Vida y contra las injusticias de los hombres. Como tal, tiene miedo de la muerte como cualquier otro ser finito, mortal… Pero sabe que es preferible afrontarla con integridad y no vivir como un roedor asustado, escondiéndose en los rincones más ominosos por el solo hecho de tratar de vivir un segundo más.

Para vivir bien, hay que saber morir bien y para morir bien hay que haber vivido bien. Esta simple verdad, es muy poco reconocida y valorada por los sistemas de creencias dominantes. Tanto sea por las religiones (supuestamente) «reveladas», como por las ideologías y filosofías de corte humanista (predominantemente ateas).

La muerte es el evento humano que más significado da a la vida, no sólo porque es algo irrepetible, algo que ocurre sólo una vez y no tiene vuelta atrás, sino porque es el epílogo de toda la existencia, el final de la historia personal de cada individuo. La muerte es la «graduación» de la Vida, el final del camino.

Todos los humanos queremos tener una buena vida, plena de disfrutes, logros y satisfacciones. Sin embargo y aun sabiendo que a todos nos llegará la última hora, pocos son quienes se preocupan por tener una hermosa muerte.

Memento Mori

Memento Mori

Los antiguos romanos tenían una sana costumbre: Cuando sus héroes y generales desfilaban frente a la plebe por las calles de Roma, en su momento de mayor gloria, luego de alguna campaña victoriosa, siempre había un esclavo tras de sí, que sostenía la corona de laureles sobre su cabeza, pero también le susurraba al oído: «Memento mori» («recuerda que morirás»). Algunos creen, basándose en el escritor cristiano Tertuliano, que la frase en realidad era: «¡Hominem te esse memento!» («recuerda que eres sólo un hombre»), pero esta última versión es tardía y desconectada del propósito original.

Con esa acción, los romanos (y quizás primero los sabinos, desde donde se supone se originó la costumbre) querían recordar al héroe, al poderoso, que su logro era efímero, tanto para que no abusara de la fama y el poder ganado, como para que no perdiera de vista su destino.

Hay un viejo proverbio que dice: «Se vive con dignidad, no se muere con ella, porque ninguna muerte es digna». Pero esto es falso, ya que no es la muerte misma lo que solemos temer o rechazar y lo que se puede aceptar y tratar de experimentar conscientemente, sino su prólogo. La Muerte, sea lo que fuere que implique para el Ser, si el paso a otro «plano» o la aniquilación total y final, no es «el acto de morir», sino su consecuencia. El «acto de morir» es lo que todo humano puede llevar a cabo con dignidad o patetismo; con consciencia o sin ella; con valor o cobardía.

Son esos minutos «antes y durante» el proceso, los que definen lo dicho con anterioridad, el acto de morir, el epílogo de la vida y no lo que ocurre después, que ya no le está dado a conocer al Hombre, ni es relevante para la existencia terrenal de quien fuera un individuo durante los días de su vida.

Memento Mori (Reduerda que morirás)

La Muerte es el propósito de la Vida, no hay en la Naturaleza nada que sea inmortal, imperecedero, permanente. Para los paganos, hasta los dioses terminan por morir con los eones de la Eternidad. Los universos, los planos del ser y todo lo que existe ha de dejar de existir, pero no en vano, sino para dar lugar a un nuevo comienzo, a una nueva vida y a un nuevo Cosmos.

La física moderna ha demostrado que la energía no se pierde. Esto lo formula el Primer Principio de la Termodinámica (también llamado de la «Conservación de la Energía»), que muchas veces se toma de manera distorsionada y se interpreta aquello de: «Nada se crea, nada se pierde; todo se transforma.», postulado por el químico francés Antoine-Laurent de Lavoisier (1743 – 1794), pero tomado como una evidencia de la inmortalidad del alma o la esencia del Ser.

Tal cosa es errónea, porque si bien la energía nunca desaparece ni se aniquila, existe el Segundo Principio de la Termodinámica, también llamado «Entropía», el cual dicta que la energía cada vez que sufre alguna transformación, va degradándose, al punto de que (como hoy día se conoce científicamente) el Universo terminará, luego de incontables millones de años, como un inconmensurable páramo oscuro y frío, mucho más grande que hoy día y contendrá sólo fotones de muy baja energía, incapaces de generar luz o calor. Algo así como los postreros cadáveres de la energía y la materia que actualmente conforman a las galaxias, los soles; a los planetas y seres vivientes.

Este concepto es odiado y temido por la mayoría de los filósofos y teólogos optimistas, porque los obliga a considerar la extinción final de todas las cosas, incluso del mismo Universo. Sin embargo, en el Paganismo, no existe tal preocupación, porque la concepción cíclica garantiza que, de uno u otro modo, todo volverá a comenzar y si bien los individuos desaparecerán, la Naturaleza continuará por siempre.

Pero, sin embargo, hay algo que la física sabe y que rara vez capta el interés de los «creyentes» de cualquier sistema espiritual o de los filósofos propensos a la metafísica, porque todos estos sólo se interesan en la posible supervivencia del «alma individual». Hoy día se conoce que «la información nunca se pierde». Pero, ¿Qué significancia o importancia puede tener esto para los seres humanos? Nada más y nada menos que el conocimiento (no la creencia o la superstición, sino el saber real) de que toda obra, todo pensamiento, todo acontecimiento desde siempre y hasta ese estado final de la existencia, antes descrito, no desaparecerá jamás.

Dicha información puede o no ser accesible al Hombre (por ahora no lo es, si esta «en el pasado», pero nada impide que la evolución de la tecnología y de la consciencia nos permita acceder a ello algún día), pero jamás desaparecerá, dándole con esto una profunda y tremenda importancia y significado a cada segundo de nuestras vidas, a cada palabra, a cada interacción.

Esto dimensiona a la Vida de manera diametralmente opuesta a como la plantean los sistemas hegemónicos de creencia y pensamiento: La vana búsqueda de la inmortalidad, la absurda idea del «perdón y el olvido» de las malas acciones; de los fracasos y miserias, es sólo el producto de la debilidad de nuestra memoria, pero en modo alguno implica que lo que ha pasado cambie, se modifique, se solucione o pueda compensarse.

Nuestras vidas son evanescentes, efímeras… Pero los hechos de las mismas, nuestras acciones, reverberan en la Eternidad…

No es en la inmortalidad, en donde el pagano debería enfocar sus energías y su punto de vista, sin que esto implique negar su posibilidad o incluso su realidad, sino en el legado que deja y dejará a la memoria de la Humanidad, pero también a esa otra «memoria» indestructible y eterna del propio Universo, de la Existencia. Si se quiere, por decirlo de una manera poética, en aquella memoria de los dioses, la cual jamás sufrirá el «olvido».

No se trata de vivir «en el pasado» o «para el pasado», sino de hacer buen uso del presente y de terminar la «batalla de la vida», sino victoriosos, al menos con dignidad y honor, con la mayor conciencia posible de uno mismo y de lo que se ha legado y dejado atrás.

No nos debería asustar la Muerte, esa amiga bienhechora, que se llevará consigo todo dolor, toda ansiedad y toda miseria. Todo dolor está en la Vida, no en la Muerte. Deberíamos preocuparnos por cómo transitamos el camino de la Vida y como cerramos dicho viaje, como damos un final a nuestra historia personal.

Todos queremos vivir 100 años, es algo lógico, incluso visto desde el punto de vista de quienes pretenden darle un sentido trascendente a sus existencias. Una vida corta implica menos tiempo para hacer, lograr y disfrutar. Sin embargo, y con mucha frecuencia, esto suele ser una falacia… ¿Cuántos millones de seres viven 80 o 90 años sin que sus vidas hayan tenido sentido alguno, sin haberse conocido a sí mismos, evolucionado sus conciencias; sin haber dejado legado alguno a sus familias o allegados, a su cultura o a la Humanidad?

Es común ver el dolor y las lágrimas de los mayores por la muerte de los jóvenes. Esto es lógico cuando se trata de seres a quienes el Destino negó la consecución de una vida, lo suficientemente larga, para ser significativa y memorable. Pero estas gentes lloran también por los héroes caídos, por los notables fallecidos, por los íconos reclamados por Thánatos.

Tal cosa demuestra la supina ignorancia en que la mayoría vive. No se piensa que, tal vez, ese ser fallecido cumplió con su vida y su destino, que legó algo (no importa cuán grande o pequeño) a su entorno y que si jamás es olvidado, no debería ser llorado, sino glorificado.

Aquiles y Héctor

Aquiles y Héctor

A todo pagano se le presenta alguna vez en la vida, el dilema de Aquiles: Vivir una vida larga y mediocre, oscura y olvidable o una corta y gloriosa, que jamás fuera olvidada. Libre como es cada ser humano de vivir su vida como mejor le plazca, no es digno de llamarse pagano quien pretenda transcurrirla en forma mediocre y regodearse en ello.

No se trata de desear o propiciarse una vida corta o una muerte dramática. No es el suicidio, directo o indirecto, el camino del paganismo. De lo que sí se trata es de no optar por vivir más, sino por vivir mejor. Aquiles no optó por una vida corta porque quisiera morir, sino porque no quería vivir en vano.

Muchas personas se conmueven y valoran a esos patéticos seres que se aferran a la vida, aún en los últimos momentos de agonía, tan solo por vivir una hora más. Ese tipo de «resistencia» no es una virtud, sino el efecto o la expresión del temor y la ignorancia. Una cosa es no aceptar la muerte sin luchar, porque nadie conoce si realmente es su destino morir en ese momento y otra muy diferente es no saber aceptarla con serenidad, dignidad y alegría, al momento en que ya no quedan dudas de que sobrevendrá.

Un verdadero pagano, debe hacer de cada jornada «un buen día para morir», no buscando que esa sea la última, pero tampoco escapando de la vida, del destino o de los desafíos que se le presenten para tratar de evitar que ese sea día el postrero. Aceptando que, en cualquier instante, el momento funesto puede llegar, vivirá a cada uno con la intensidad del héroe, del guerrero.

Sólo se trata de pensar, para nosotros mismos: «memento mori» («recuerda que morirás»). Tal como hizo Crazy Horse en aquella batalla a la cual sobrevivió y de la cual quería salir con vida. Su grito no implicaba: «hoy es el día en que quiero morir», sino: «ningún día de mi vida sería mejor, que el de hoy, para que me llegue la muerte».

Una vida así vivida, es una vida que valdrá la pena y que producirá una sonrisa final, en el momento de cerrar los ojos por última vez. Por supuesto, casi nadie podrá lograr esto a cabalidad, pero sí tratar de alcanzar dicho objetivo, con todas sus energías y con toda su voluntad.

Héroes y mártires:

No hay que mezclar los tantos, entre la idea de morir luchando por un ideal y la de dejarse matar por el mismo. Lo segundo, el «martirio» puede o no ser algo meritorio, según el color del cristal con que se mire. Pero también es una vida desperdiciada, porque fue entregada sin lucha, sin resistencia.

Por el contrario, ninguna vida es más significativa, y ninguna muerte más gloriosa, que la de aquel que deja esta existencia al defender o luchar por sus ideales, al tratar de sostenerlos; por proteger a quienes no pueden defenderse, por salvar a otros y por promover la justicia, la libertad y la verdad. He ahí la diferencia entre el héroe y el mártir: El héroe muere luchando, el mártir se deja matar.

Todavía hay otra diferencia en estos dos tipos de seres: El verdadero héroe, no espera que otros mueran junto a él, si puede evitar otras muertes, lo hará. El mártir suele buscar que sus pares lo «sigan» en su desventurada empresa (como es frecuente ver en muchas sectas alucinadas) y muchas veces, como se da entre los extremistas musulmanes modernos o entre los primeros cristianos, aspira a llevarse la mayor cantidad de víctimas con él.

Las valkirjas, siervas de los dioses

Las valkirjas, siervas de los dioses, quienes llevaban a Valhalla a los héroes caídos en batalla.

No es común que, en los tiempos modernos, alguien muera en «batalla» manteniendo la filosofía del guerrero. Incluso aquellos que se ven forzados (o acuden de manera voluntaria) a participar en las tristemente numerosas guerras de la actualidad, rara vez mueren por un ideal y pocas veces tienen conciencia de porque están luchando.

Por otra parte, también suele ocurrir lo opuesto, entre aquellos individuos que matan y mueren cegados por un oscuro y trágico fanatismo (generalmente religioso o político). En estos casos, el heroísmo les es desconocido y llegan a su final impulsados únicamente por el odio y la ignorancia.

No se trata pues, de recomendar que, hoy por hoy, nadie trate de tener una «hermosa muerte», como los hoplitas griegos decían y que las Kers de los aqueos o las Valkirias de los vikingos, vengan por sus almas. Más bien se trata de no buscar una muerte lenta y decrépita, una larga agonía sin sentido. La «batalla» puede estar, para el guerrero pagano, en cualquier parte o ámbito.

Sería un error interpretar todo lo anterior como un aval para descuidar el cuerpo y la mente, para someterlo a vicios o actividades que lo debiliten o degraden. Nada más lejano hay en ello que el pensamiento pagano: El pagano no teme al exceso, pero tiene como regla la moderación. «Nada en demasía» («μηδὲν ἄγαν») decía Solón de Atenas, lo cual se convertiría luego en el famoso «credo griego».

El pagano no teme resultar herido o muerto por defender lo que cree justo, pero en ningún caso desea que esto ocurra. Un viejo refrán dice: «Soldado que sobrevive sirve para otra guerra». Esto a veces se toma de manera irónica y se lo iguala a la cobardía, pero en realidad no es así. El verdadero héroe no teme morir, pero trata de sobrevivir a toda costa, salvo en el caso de que su supervivencia implique el fracaso de su propósito. Trata, porque sabe que si lo logra, podrá protagonizar otra futura victoria, otra posible hazaña.

¿Y qué del hombre «común», de aquel que vive, día tras día, enfrentando las pequeñas luchas y miserias de la existencia? Ninguna consideración cambia, excepto que se deje abatir por la rutina; que el automatismo, el aburrimiento y la sinrazón lo venzan.

El «campo de batalla» para el guerrero pagano, puede ser cualquier cosa o lugar. Un médico puede ser un guerrero que lucha contra la enfermedad, un barrendero uno que lucha contra la suciedad, la contaminación y a favor de la higiene. Hay guerreros famosos y otros anónimos, pero la diferencia no estriba en ello, sino en el accionar a través de la vida con indolencia, con inconsciencia o bien hacerlo con decisión, premeditación y pasión. Incluso si se está equivocado en el camino que se toma, es respetable aquel que lo hace con coherencia y fervor y lo lleva hasta las últimas consecuencias.

Tal como decía Bruce Lee: «El crimen no es el fracaso, sino apuntar bajo. En los grandes intentos, es glorioso incluso fracasar.»

La energía es limitada, en el Universo, en un sistema dado o en cualquier individuo. Esto implica que una vida intensa sea, por lo general, más corta que una apocada y laxa. ¿Acaso no es una pregunta de uso común aquello de «por qué los grandes, los más valiosos, mueren jóvenes»? Sin embargo, el pagano cree que la variante corta y plena vale mil veces más que la larga y mediocre, que 100 años inútiles o sometidos a una vulgar rutina, no valen lo que 100 días vividos con sentido, plenitud y gloria.

Los griegos decían que existían tres caminos para servir a los dioses: El heroico, reservado para pocos; el sacerdotal o iniciático, que era sólo para quienes quisieran vivir de ese modo y el del hombre común. Mientras éste último siguiera los parámetros que los dioses olímpicos habían signado para él, su destino no sería menos digno que el del mismo Herakles.

No se trata entonces de que el «guerrero pagano» moderno viva como un vikingo, un sioux, un espartano o un samurái, sino que recuerde aquellos valores ancestrales de desafío y fortaleza ante la muerte y el peligro, y trate de adaptarlos a su tiempo y a las actividades que lleva a cabo en su propio mundo.

No es igual morir mientras se vive plenamente, sin importar que sea a manos de otros, en un accidente, por enfermedad o lo que fuere, que extinguirse cuando el último hálito de vitalidad abandone el cuerpo, luego de vegetar por décadas, con sólo temor al futuro y añoranzas del pasado. Esa es la diferencia. Quien no deja un legado en la vida, del tipo que fuere, no ha vivido dignamente y, por tanto, no tendrá una muerte digna ni habrá día, por más que viviere 1000 años, que encuentre bueno para afrontarla.

El morir como reafirmación del sentido de la Vida:

Existe la creencia popular de que Sócrates cometió suicidio. Esto es el producto de mentes estrechas, que leyendo al «Critón» y el «Fedón», no alcanzaron a captar la idea central por la cual el filósofo decidió aceptar el destino que le imponían las leyes atenienses, sin escapar de su cautiverio o sin oponer resistencia al mismo, incluso cuando sus amigos-discípulos habían propiciado tales posibilidades. Algunos otros, quizás los más, ni siquiera han leído estos libros, pero toman como un «hecho» la opinión de los primeros.

Muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David

Muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David

La realidad es que, al menos si nos basamos en los escritos de Platón, su amigo y discípulo directo, Sócrates dio su vida por lo que creía. No por un sentido meramente «heroico» relativo al respeto de sus propias ideas, sino por algo más importante: El filósofo ateniense trató de vivir toda su vida en acuerdo con las leyes de su patria, de la Atenas que tanta grandeza le dio a Grecia. El desatender la decisión del tribunal que lo juzgó, aun cuando él estaba en completo desacuerdo con el resultado del juicio, habría sido equivalente a destruir el esquema mismo de su propósito en la vida, el sentido más profundo que, para él, tenía la misma.

De nuevo, no se trata de tener deseos de morir, sino de no desear seguir viviendo, si la supervivencia implica la destrucción del sentido de la propia vida.

Otro caso similar, es el que puede extraerse del célebre Epitafio de Simónides, en honor al rey Leónidas I de Esparta y a sus 300 bravos hoplitas, muertos en la Batalla de Termópilas. El mismo no habla de la hazaña inmortal de estos, ni de sus virtudes como guerreros o la forma decidida en que fueron a la batalla, pese a enfrentar a un ejército cientos de veces más numeroso que el propio. El epitafio dice:

«Ὦ ξεῖν’, ἀγγέλλειν Λακεδαιμονίοις ὅτι τῇδεκείμεθα,
τοῖς κείνων ῥήμασι πειθόμενοι.»

Extranjero, ve y di a los espartanos que
nosotros aquí yacemos en obediencia de sus leyes.»).

Nada había mejor para decir que ello. Nada había más glorioso que morir respetando aquellas leyes por las cuales estos guerreros habían vivido. El rendirse, el retirarse o pactar un acuerdo con los persas, habría sido equivalente a olvidar la razón primaria de sus vidas, el más profundo sentido que les habían dado a las mismas. Ser infieles a esas leyes, a esos valores existenciales, era para ellos, mucho más difícil, que el hecho de afrontar la muerte con determinación y serenidad interior.

Leónidas en las Termópilas, por Jacques-Louis David

De estos ejemplos, se infiere que no se trata de «buscar la muerte», sino de no «buscar salvarse de ella», si el precio es demasiado alto.

Esta decisión, no necesariamente se ha de dar en las vísperas de una batalla. Por lo general, se da como el producto de una reflexión de años… a través de las más rutinarias de las actividades humanas. Nunca puede ser tomada in situ. La única manera de poder ser consecuente con tales valores, es prepararse cada día para ello.

Ni Sócrates ni Leónidas debieron tomar la decisión de hacerlo, en sus últimos días, porque pasaron sus vidas del mismo modo que Crazy Horse, el personaje que inspiró el comienzo de este artículo, pensando cada mañana que: «Hoy es un buen día para morir (si fuere necesario para ser consecuente con mi vida)» y que el destino o los dioses serían los que decidirían en cuál de de esas jornadas, habría de cumplirse tal evento.

Si los paganos modernos nos proponemos el tratar de emular a aquellos ancestros y redescubrir la sabiduría que sobre la Vida y la Muerte éstos tenían, nuestras vidas adquirirán mayor sentido, serán más plenas (¡incluso más felices!) y un día, llegado el momento, podremos cerrar los ojos sonriendo ante la visión de la Laguna Estigia.

Vivamos entonces, cada día, gritando real o figurativamente: «¡Hoka Hey!», porque esa debe ser la manera pagana de afrontar la muerte y también, ese otro corto período que la precede, al cual solemos llamar la vida.-

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  ⁂  C O M E N T A R I O S  ⁂

«Comentarios del Blog»

 1 comentario para «¡Hoka Hey!»

  • Muerte

    Por lo demás y sobre la cuestión de la muerte, existe en Occidente una contumacia en mezclar, especulaciones, conjeturas, ideas, experiencias, sobre el concepto del Más Allá que tienen las diversas espiritualidades y religiones, convirtiendo la visión de éste en una amalgama de ideas inconexas y supersticiosas.

    Actualmente, las industrias del cine de Hollywood, explotan todas esas especulaciones y versiones sobre el concepto del otro Mundo, y sin duda, favorecen mediante sus producciones y proyecciones cinematográficas esta amalgama sin sentido y confusión reinante en Occidente sobre este tema.

    De esta manera se mezclan zombies, no muertos, reencarnación, espíritus demoníacos, fenómenos paranormales, brujería, fantasmas, almas que expían pecados y culpas, vampiros, etc., en un gran revoltijo, teñido de supersticiones, nigromancias, maleficios y ocultismos de poca monta, dando una imagen y visión de La Muerte y del Más Allá, terrorífica, la cual, en no pocas ocasiones sobrecoge y aterroriza a los individuos poco instruidos y documentados.

    Muchas de estas proposiciones sociales, demasiadas veces supersticiosas, pero aceptadas por una inmensa cantidad de individuos, tienen sus orígenes en mixturas de diversa índole, en miedos atávicos sin explicación aparente e ingenuos. Y cuando no, siguen los parámetros de cualquier moda propagada por los medios, o simplemente son deformaciones de alguna genuina tradición cultural.
    A este respecto, ya desde nuestra inocente y tierna infancia, en la mayoría de sociedades occidentales, nos han inculcado la idea de que La Muerte es algo externo a nosotros.
    Nos la han simbolizado como una figura macabra vestida de negro y guadaña en mano o como un simple esqueleto andante o una combinación de estos u otros seres considerados tétricos, según la imaginería social del momento imperante.
    Otras representaciones alegóricas algo más caviladas, nos la muestran como un enemigo incorpóreo espantoso, que se acerca de forma acechadora, como un cazador de la Vida, a veces incluso inesperadamente. Dicha alegoría se presenta como una Depredadora del bien que consideramos que poseemos más valioso, como es nuestra propia vida.
    Esta percepción equívoca de la “ladrona de vidas”, la cual es denominada en castellano con el artículo y sustantivo femenino de “La muerte”.
    Con este título, le otorgamos al mismo tiempo, al hecho de la muerte, vida propia y casi se entiende como una entidad ajena a nuestro propio Yo, o a lo que llamamos “Nuestra Vida”.

    Pero al profundizar en estos recelos y aprensiones, por otra parte bastantes fútiles, nos damos cuenta que en realidad, la muerte, es algo intrínseco al Ser mortal y, por tanto, no ajeno. Podríamos hasta decir que, la temida muerte somos nosotros mismos y no un ente o evento extraño, foráneo e intruso, que llega para robarnos lo más precioso que juzgamos tener.

    Aunque ciertamente la ignorancia educativa que favorecen y estimulan ciertas sociedades masificadas y urbanitas, nos presentan la muerte de cualquier ser humano, sea por TV, radio, prensa o cine, como un suceso ajeno a nosotros mismos, puesto que dicha cuestión no nos afecta en ese momento. Y es que hemos descubierto que la muerte de otros también puede ser un “objeto” más de consumo, pues el morbo que nos han inducido a ver que encierra, es sumamente comercial, sumamente seductor y a la vez un tabú.

    Los medios de divulgación no escamotean ninguna muerte, cuanto más aparatosa o sádica sea, más vende y de esta manera observamos que cuanta más muerte violenta hay en cualquier informativo o película cinematográfica, más audiencia y éxito comercial cosecha.
    En muchos filmes, observamos como el protagonista puede matar a sus antagonistas con la misma facilidad e indiferencia como si se tratara de tumbar bolos en una bolera.
    Además, parece que muchos medios de comunicación, reflejo sin duda de la sociedad en la que participan, presentan la muerte como algo ajeno al espectador, oyente, o público en general y contribuyen e implantan determinadas directrices, pretendiendo inducir a una especie de culto a la inmortalidad del cuerpo. Resultando aún más insólito, que se reconozca nuestro ciclo vital, tal y como lo registraban nuestros antepasados celtas y sus druidas, por ejemplo.

    En nuestros sistemas de vida, prevalece la equívoca idea de que esta vida, es la única que vale la pena, pues no hay otra posible fuera del sistema, ni más acá y mucho menos Más Allá. Cuando afirman que la existencia del alma es pura entelequia, que más allá no hay ninguna supervivencia o sobre-existencia, ni Otro Mundo, ni nada que se le parezca.
    Cuando nuestro momento de partida llega, en lo único que podemos confiar es en nosotros mismos. Ésta es una prueba que resulta inconcebible mientras gozamos de una agradable y cómoda vida, pero llegado el instante de partir de este Mundo, nos mostraremos desnudos con la sola túnica de nuestra humanidad, con el Yo verdadero, y analizaremos aquello que hemos hecho, y cómo hemos escogido vivir antes de morir. Para morir feliz, tranquilo y sosegado, uno tiene que haber vivido de la misma manera.
    Para quienes han vivido constantes y consecuentemente con sus propias convicciones. Para quienes se han preocupado por llevar tranquilidad y crecimiento espiritual a los demás, sus muertes pueden llegar como un agradable descanso, como un sueño o siesta justamente obtenida tras una jornada de agradable tarea, pero nunca entendida como el fin de la existencia.
    Nadie en este mundo puede decir y adivinar con certeza que le ocurrirá mañana, o el mes que viene o esta misma noche, es imprevisible, pues cualquier cosa puede suceder, y la muerte, por mucho que no deseemos ni siquiera mencionarla o tenerla como posibilidad, es una de ellas, aunque las probabilidades que intuimos para que ello ocurra se nos aparezcan como escasas y remotas.

    Quizá, sea momento ya, de cambiar, de transmutar la imagen que tenemos de nuestra muerte para que al final de nuestra vida, conozcamos su finalidad de una forma amigable y no extraña.
    En resumidas cuentas deberíamos superar el miedo y terror que produce a la mayoría de los seres humanos, para intentar poder verla como un amigo o amiga (según cada cual se la imagine). O siendo más reflexivos, como un proceso físico e íntimo que ocurre en nosotros mismos.

    Nuestra muerte será la experiencia más fuerte y profunda de ésta nuestra vida y, sin embargo, la cultura hedonista que impera en nuestras sociedades hace esfuerzos por disfrazar su real presencia en la vida personal de cada uno y evita presentarla y admitirla desde una contemplación positiva.
    Obviamente no nos estamos refiriendo a homicidios, ni asesinatos, sino a la idea de aceptación de la muerte natural, como un suceso no terrorífico, libre de la sombra y de la duda que conlleva la muerte.

    ¿Qué ocurre cuando morimos? ¿Adónde vamos? ¿En que nos convertimos?, si es que nos convertimos en algo.
    Son preguntas legítimas que cualquier ser humano consciente, debería hacerse alguna vez en su vida. En realidad se ha de ser valiente para identificar ciertos miedos y canalizarlos hacia la creatividad y el desarrollo personal. Es precisa una introspección individual e íntima.

    La muerte, como noción en términos generales, es la fuente de la que manan casi todas las dudas, miedos y traumas humanos. Todos hemos sentido miedo alguna vez a morir, a desaparecer, a perder el control de nuestras vidas, a perder la conciencia del Yo. Pero no tanto temor se tiene a ésta, como al hecho de sufrir antes de morir o a la sensación de consternación y de soledad que nos deja la muerte de algún ser querido o con el que hemos compartido nuestras vidas.

    Y quizá, sea esto, lo que más aterroriza al ser humano. Pero estos sentimientos de aflicción, de angustia, de sufrimiento, tras la muerte de algún ser amado, son elementos culturales, son emociones habituales, y no por ello las más naturales. Seguramente estas aserciones chocarán de plano, con las emociones y sensaciones de congoja y desolación de algunos lectores que acaban de perder a algún ser querido. Pero en realidad, todo consiste en comprender la muerte y en observarla desde otra perspectiva menos trágica, menos lúgubre y más natural.
    Nuestra muerte, en sí misma no es algo espantoso u horrible, pero sí lo son, las emociones que hemos llegado a relacionar con ella. Lo que consideramos cosas terribles que nos pueden suceder en la vida, no lo son, en la mayoría de las veces, por sí mismas, sino por la visión que tenemos sobre ellas.

    La muerte no siempre comporta sufrimiento, ni para el moribundo, ni para el vivo. Es más, en ocasiones es un escape y alivio al padecimiento, tanto físico, mental como espiritual.
    El sentimiento de soledad, angustia, pena, que se siente cuando alguien querido fallece, no es un sentimiento solidario con el fallecido, sino que por el contrario tiene bastantes connotaciones egocéntricas.
    Nos sentimos apenados por la marcha y pérdida de esa persona y por cómo llegamos a sentirnos, sin su apreciada y deseada presencia e incluso por lo que será de nosotros sin ella. Lloramos no pocas veces por la pena que nos causa la incógnita de la muerte de un ser querido, pero no pocas veces también, por el miedo que nos causa a nosotros mismos correr, la considerada erróneamente, como la misma «maldita suerte».

    Un enfoque druídico

    La muerte, en la concepción druídica, se aprecia como el fin de un ciclo vital y a la vez, se entiende como el principio de una nueva fase existencial que adquiere cierto enigma. Es un proceso interno y evolutivo, el cual desde que nacemos puede observarse a nuestro alrededor. Quizás muchas veces no seamos conscientes de su adherencia a nosotros, pero es intrínseco al ser humano y resultará una expansión inseparable de nuestra existencia.
    Nuestra muerte física y la de nuestros seres queridos y amados, es además, la consumación de un proceso natural que comenzó el mismo día que nacimos o nacieron todos los seres, sean éstos animales o vegetales.
    Para el pensamiento druídico, la noción de que nuestras vidas terminan con nuestras muertes o que nuestras muertes aniquilan nuestras vidas, es definida como una percepción desorientada.

    Por otra parte, se entiende que la Vida, es también un “devenir”, es una evolución incesante y dinámica de cambio. ¿Por qué pues, ha de ser la existencia humana la única anomalía universal? ¿Por qué ha de ser nuestra existencia, algo casual o arbitrario, apartado y desunido del ritmo y equilibrio general del Cosmos?
    Por ello, deberíamos dejar de ver nuestra muerte física como un monstruo de siete cabezas, destructivo y devorador de conciencias.

    Quizá dentro de nuestra mente, se oculta la esencia de nuestro Yo más profundo, que espera conocer a nuestra alma en ese preciso momento, pues a lo largo de nuestra terrenal vida, hemos estado tan atareados luchando contra nosotros mismos, distraídos con cosas mundanas, que no hemos tenido tiempo para conocer nuestra complejidad interior y como consecuencia a nuestra propia alma.
    Al parecer, el verdadero Yo, simula tener tantas capas como una cebolla. En cierta forma crea una protección. Nos protege de nosotros mismos y del exterior, de manera que es necesario pararse, reflexionar, profundizar en nuestro interior, y si es preciso saltar muros internos, si acaso deseamos encontrarnos a nosotros mismos.
    En el momento de la muerte, seguramente caen todas esas barreras o capas y abrazamos a nuestra propia alma que nos acoge plenamente, Quizás sea el abrazo a nuestra propia divinidad, que ha vivido enterrada dentro de nosotros desde siempre.
    Cierto es, que nadie puede evitar la muerte, pero por esa misma razón, nadie tiene poder sobre nosotros. Las parcelas de poder que vamos concediendo a lo largo de nuestra vida, son efímeras, pues nadie tiene un poder definitivo sobre nosotros, sin embargo, en nosotros mismo está el poder, cuando se aprende a no tener miedo a la muerte, entonces se comprende que no debemos temer a nadie, ni a nada.

    Recordemos las leyendas celtas o al griego Polibio cuando cita la manera de pelear de muchos celtas de antaño: Desnudos con coraje ilimitado y sin temor a la muerte, consideraban un honor morir en la lucha, pues ellos pensaban que iban directos a un lugar o estado, donde serían considerados y honrados, volviendo a reunirse con sus seres queridos que habían partido con anterioridad.

    Nuestros antepasados entendían de una forma perspicaz y natural, el acontecimiento de la muerte, en la cual el mundo del Más Allá, estaba tan cercano al presente, que la muerte de cada ser, no era vista como un suceso destructivo, ni de terror.
    Los druidas la entendían metafóricamente, “como la mitad del camino de cada espíritu”.

    El mundo inmortal, era concebido como un lugar y estado del alma, donde el sufrimiento y las sombras no podían alcanzarles. A menudo era un espíritu (hada) heraldo de algún “sidh”, el que en forma de cisne, símbolo éste también de un estado superior del ser, venía a buscar al moribundo para acompañarlo a una nueva Vida, donde el tiempo y el espacio carecían de sentido y existía paz, armonía y perfección.

    Antes de la cristianización, esta figura, no se contemplaba como un espectro o fantasma tenebroso que representaba a la muerte, sino como un espíritu bello.
    Se entendía que era como la acompañante, consejera y asistente del fallecido y en otras ocasiones, como una entidad anunciadora de ésta, presentándose como “lavandera en un arroyo o vado” purificando en las aguas las ropas de la persona que iba a dejar este Mundo.

    Y es que ha sido el cristianismo quien menos ha ayudado, a entender y aceptar el suceso de la muerte de una forma sosegada. Esta religión ha sido la que ha difundido los peores terrores sobre la muerte.
    Ha envuelto al ataúd, al nicho, al difunto y todo lo relacionado con la muerte con la más desconsoladora, angustiosa tenebrosidad y melancolía, tanto en la vida cotidiana como en el arte que ha llamado sacro, pero que es un arte aflictivo, penoso, angustioso, donde hasta se exhibe la tortura o pasión de su dios como obra de arte y como algo que debe ser admirado por el hombre.
    Ha hecho, en todos los tiempos, una apología del sufrimiento como ninguna otra religión en la historia de la humanidad, ha propagado.

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Frase del Día:

«El cristianismo le dio a beber veneno a Eros; ciertamente, él no murió de eso, pero degeneró en vicio.»

— Friedrich Nietzsche,
(1844 – 1900, filósofo alemán)

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