– Hagamos una apuesta. Yo apuesto a que no podrás jugar con Darío. Tal vez lo intentes, pero no terminarás el juego.
– Muy bien -dijo la pequeña estirando su pollera de gasa rosa- ¿Y yo qué ganaría?
– Supones mucho. Eso esta está bien.
– El que pierda, ¡que abandone la comarca! -miró la cancha de fútbol reluciente y más allá, al parque.
– Está bien, me parece justo.
El estiró la mano para sellar el pacto con un apretón; sin embargo ella retrocedió, se miró en un trozo de vidrio que llevaba en el bolsillo y se alejó volando.
Al instante Cristina se acercó y tocó el hombro del anciano duende.
– ¿Qué has hecho?
– No te preocupes. Estará todo bien.
– ¡Claro que no! Si gana tendrás que irte de aquí. ¿Qué haremos nosotros sin ti? ¿A quien recurriríamos si tenemos algún problema?
El la miró compasivamente, cerrando su cuaderno y guardando su pluma.
– En primer lugar, ustedes pueden muy bien resolver solos sus problemas; no me necesitan. En segundo, sé lo que estoy haciendo.
– ¿Y si se tiene que ir Alma?. Cierto que es muy vanidosa y pesada… bastante molesta en realidad con ese tema… pero las rosas ya no serían las mismas.
– Ni nosotros. Pero tú tranquila. Todo estará bien.
A la mañana siguiente, bien temprano se levantó Alma y se sentó en una de las hojas más altas del perfumado Eucalipto. Quería saludar al sol y recordar ese momento por siempre.
«Solo por si… No, esa opción ni siquiera puede entrar en mi mente».
Darío llegó como siempre las nueve, saludó a todos los habitantes y comenzó a jugar con su pelota en la cancha.
«Realmente juega mal, y claro, con esa panza… No es como Rafael, él si que es un atleta!.»
– No seas así Alma -dijo Cristina.
– ¿Así cómo? -la miró despectivamente.
– Ya estás siendo mala con Darío.
– ¿Cómo podría?
– ¿Ya vas a ir a jugar con él?
– No, lo veo jugar muy bien solo, ¿para qué molestarlo?
Pasaron los minutos y cuando ya estaba por retirarse Darío, Alma se acercó hasta él.
– Eh… ¿te gustaría jugar?
– Claro, ¿qué se te ocurre?. Escondidas, con la pelota, tocaditas…
– Y… lo que prefieras.
– A correr entonces. ¡Atrapame si puedes!
Ella lo miró, iba a seguirlo pero no podía, era como si el pobre chico la repeliera… así que simplemente se alejó volando y se escondió tras unas rocas. Poco después, el niño se detuvo y la buscó con la mirada por el parque, al no encontrarla, regresó a su casa.
Alma voló hasta el anciano que lo observó todo.
– Bien, he perdido. Pero no pensarás echarme por una apuesta tonta.
– ¿Por qué no lo seguiste?
– ¿Bromeas? ¿A un niño así? ¡Imposible!
– Bien.. tú misma dijiste que te irías.
– Pero si yo me voy, las rosas…
– Seguirán floreciendo.
– Cierto, pero no igual, no sin mi cuidado y mi polvo…
– Así es, pero la vida sigue. Ya vendrá otra hada menos vanidosa.
Alma se puso colorada de rabia, levantó vuelo y se fue, Cristina la miró triste mientras se marchaba y luego se acercó.
– ¿Sabía que pasaría esto?
– No -siguió anotando en su cuaderno amarillento.
– ¿Entonces por qué se arriesgó?
– Porque sabía que sucedería lo que tenía que pasar.
– Eso es muy confuso.
– No te preocupes, ya entenderás, por ahora, solo debes saber que este no es aún el final.
La noche avanzaba despiadadamente, Alma estaba cansada de volar entre las casas. Si bien alumbraba un poco el camino con sus alas, las luces mortecinas de la calle la asustaban mucho más que la propia obscuridad.
Y los gatos… ¡ni qué hablar! Se había topado con al menos cuatro que intentaron comerla.
Asustada, cansada y con hambre, se adentró en un jardín y se recostó en una maceta que abrigaba a una planta de grandes hojas, se tapó con una de ellas y quedó profundamente dormida.
A la mañana despertó aún exhausta aunque feliz por un nuevo día de sol. Se levantó y se asustó al ver que estaba en una habitación, voló y voló pero encontró todo cerrado, la ventana y la puerta, buscó una salida por cualquier lugar, pero no hubo caso.
Ya desesperanzada, con las alas adoloridas, se recostó en la cama y desde ahí vio un dedal y un espejo de mano sobre la cómoda. Fue hasta allí para mirarse un rato, se arregló los cabellos y estiraba su vestido cuando notó que el dedal estaba lleno de miel, la bebió todo de un trago y luego tuvo vergüenza de semejante acto de glotonería; pero por lo menos, estaba satisfecha y feliz.
Iba a recorrer un rato cuando la puerta se abrió y ella voló a esconderse tras unos libros.
– Ay este chico, ¿cuando aprenderá a colgar su ropa? -dijo la madre mientras estiraba y colgaba unos pantalones en el perchero. Recogió las medias sucias y salió de nuevo.
Otra vez hubo silencio, Alma prefirió quedarse en su escondite por un tiempo indefinido, hasta que nuevamente se abrió y se cerró de golpe la puerta.
– Hadita, te traje unas flores por si te sirven.
Alma salió de su escondite.
– Tú.
– Cómo llegasta hasta acá?. Pensé que no salían de su parque.
Darío se sentó a junto a la cómoda a medida que le extendía las flores.
– ¿Cómo llegué hasta acá?
– Te encontré anoche durmiendo en la plantera. Prefería meterte antes que te encuentre Michu, él no es muy amable con los seres extraños.
– ¿Y por qué hiciste eso? -él la miró sin comprenderla- Gracias -se aceró a las flores y bebió del néctar de algunas de ellas.
– Será mejor llevarte de nuevo al parque.
– Mmmm no lo creo… Estaba pensando en tomarme unas vacaciones.
– Genial. Te puedes quedar si quieres.
Lo pensó un rato, recordó la terrible noche que tuvo y decidió que aquello no era tan malo.
Permaneció muchos días, como un habitante más de la casa, entraba y salía cuando quería al jardín; hasta Michu le había tomado cariño y las flores del hogar estaban más bellas que nunca.
Finalmente, un tiempo después decidió acompañar a Darío hasta el parque, por lo menos para ver y saludar a las rosas ya que seguramente nadie querría hablarle. Grande fue su sorpresa al llegar y ver que sus protegidas seguían en pie, abiertas y primorosas, no tan bellas como antes, pero igual llenando todo el ambiente con su inigualable aroma.
Cristina corrió a abrazarla cuando la vio.
– ¡Con lo pesada que eres, te extrañé mucho!
Darío comprendió que era el momento de alejarse y se marchó silenciosamente.
Todas las otras criaturas vinieron a saludarla y estaba conversando cuando comenzó a abrirse un sendero entre ellas. El anciano duende se paró enfrente suyo y le extendió la mano. Ella bajó la mirada y se le apretó tímidamente.
– Lo siento mucho -murmuró mirando al suelo.
– Veo que te ha hecho bien el cambio de aire.
– Si… ¡fui terrible! Vanidosa, prejuiciosa, mala…
– Basta!. Hasta ahora a nadie le sirvió de nada mortificarse. Me alegro que hayas vuelto.
– ¿Eso quiere decir que puedo quedarme? -su rostro se iluminó.
– ¡Claro que sí! Yo jamás te había dicho que te fueras.
– Pero Usted me dijo…
– Yo no fui, fuiste tú. Yo solo te iba a pedir que laves mis sucios pies hasta que queden limpios -ella los miró y estaban realmente asquerosos; lógico si desde su nacimiento, cientos de años atrás, él caminaba descalzo- Fue tu descabellada idea.
Ella sonrió aliviada y lo abrazó con toda su fuerza.
– Darío, Darío… ¡Puedo volver! -pero no lo vio y se entristeció.
– Regresará más tarde.
Alma respiró aliviada, aunque por un momento ya no supo qué hacer: regresar al parque o a la casa de su amigo. Con la ayuda del anciano resolvió el problema: pasaba un día en cada lugar; de manera que tanto el jardín como las rosas eran únicos y ella podía disfrutar lo mejor de ambos mundos.
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Rebeca Medina Tumino
Noviembre, 2013
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Nadie nos prometió un jardín de rosas
, sin embargo depende de cada uno de nosotros plantarlas en nuestro jardín.
No me importa la religión, política o cualquier tipo de distinción que pueda separar a las personas, me gustan los puntos en común que logran unirlas; el esfuerzo por hacer de esta Tierra, nuestro planeta, y preservarlo. Admiro a la gente humana, aquella que se equivoca y acierta, porque es la que aún con miedos, logra aprender de sus errores y seguir en el camino.