Sia estaba ciertamente absorta en el paisaje, en los diez veranos que sus marrones ojos habían visto volar ningún placer, por queridos que le fueran los caramelos, podría jamás superar el disfrute que le causaba la observación.
Desde las cosas más simples como la belleza en el brillo de una gota de tinta antes de estrellarse contra el papel hasta las paredes labradas en la casa de la abuela Lo, siempre pensando en el brillo, en los reflejos cantarines y en esa irrefutable belleza que nadie más parecía ver.
A mamá siempre le había preocupado su silencio, se preocupaba cada vez que la veía con la vista absorta en un objeto «inanimado», se preocupaba por su falta de amigos… No entendía, no, no entendía ni entendería jamás nada sobre las historias silenciosas que cantaban las paredes viejas, los árboles, nunca había escuchado los cuentos alegres de las flores y jamás sabría nada de las viejas e increíbles historias que contaban los muebles antiguos de la casa. De la misma forma, Sia jamás entendería las bromas tontas que a sus compañeros parecían entretener ni por qué debería jugar con absurdas muñecas de plástico cuyas historias jamás serían capaces de igualar en sentido alguno a las que contaban las paredes, los árboles y el mundo en general.
El viento sopló de nuevo y Sia se apretó el abrigo rompiendo por un segundo el hechizo del paisaje que la había cautivado. Afortunadamente, en cuanto forzó su mente a quedarse en blanco el paisaje volvió a hechizarla, fijándole los ojos en la flamante puesta de sol en ese claro en el bosque al que su familia siempre iba a acampar.
Los relieves se alzaban orgullosamente desprolijos con sus flores y su pasto suave. El larguirucho árbol joven que ululaba a la par del viento (Sia se lo imaginaba más como una bailarina que bailaba al ritmo del viento) y el arrollo que corría imparable como una corriente infinita de historias reflejando el rojo rosáceo del cielo.
El claro, de día, le hablaba de vida, de los espíritus que habitaron un día ese mismo bosque, de sus juegos, canciones y bailes hasta la puesta del sol. Sin embargo, en ese momento, el sonido del arrollo, el frescor del ambiente, el pasto húmedo, el cielo ya rojo e incluso la lona sobre la que estaba recostada, le hablaban de melancolía y de olvido.
Cantaban tristemente la caída de esos queridos espíritus, cantaban sobre la libertad que les había sido arrancada por culpa del olvido de los hombres; cómo poco a poco habían perdido las fuerzas, y en un momento ya no pudieron separarse de sus árboles, quedando petrificados y dormidos en sus formas actuales, solo capaces de hablar a quienes estaban dispuestos a escuchar el eco de sus sueños.
Sia se contagió de su tristeza y quiso llorar, pero ya estaba grande para eso y por mucho que quisiera hacer algo no podía. Para eso, sí que era demasiado chica.
«¡Sia! ¡A comeeer!» llamó mamá. Sia se paró y recogió la lona del suelo.
No se molestó en responderle, mamá sabía que ya iba. Sin embargo, los árboles merecían algo mejor que silencio ¡Debían de estar hartos de toda esa quietud! Luego de haber vivido en movimiento, juego y ruido constante debía ser terriblemente deprimente estarse quietos para siempre.
«Adios, prometo que voy a ayudar. Por ahora, yo no me olvido de ustedes así que despiertense aunque sea un poquito por mí. No es mucho pero es el pedacito de vida que puedo regalarles.»
El viento sopló mientras Sia iba a comer, la corteza del árbol bajo el que se había recostado se resquebrajó un poco más, agitada por el viento, y desde entonces si uno lo veía con imaginación la corteza del árbol parecía una sonrisa.
Lupe Barbero
Agosto, 2016
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Bueno, ¡Hola! Soy Lupe, soy helenista, soy argentina, escribo y actúo, de momento estoy interesada en la psicología y, dioses, sueno demasiado adulta, tengo 15 años y la gente dice que estoy loca, me gusta creer que sí porque los locos suelen tener la razón al final, ah y amo leer.
¡Muy buen relato, Guadalupe! Y, por cierto, ¡Bienvenida al equipo de autores de Reflexiones Paganas! :)