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Parecía una velada extraña, diferente. Me encontraba confundido y cansado, como ocurre en esas...

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Todos los mortales tenemos, en algún lugar,
una lápida inscrita con nuestro nombre
y nuestro camino, inexorablemente,
tarde o temprano nos conduce a ella.

Parte I:

CemeteryParecía una velada extraña, diferente. Me encontraba confundido y cansado, como ocurre en esas ocasiones cuando el sueño no se presenta por varias noches. Tal estado no era nada común en mí, pues me preciaba de ser un individuo fuerte y de buena salud, además de poder resistir largas noches de vigilia sin molestia alguna.

Creí estar algo mareado, al mismo tiempo que una languidez inusitada atormentaba mi estómago; algo insólito, teniendo en cuenta que había comido y bebido en abundancia, quizá en exceso.

Por eso decidí alejarme del salón; me excusé con mis invitados que, de seguro, ante tal eventualidad, seguirían celebrando sin mí. Dejando atrás la bulliciosa fiesta, me retiré buscando el silencio y la paz de las habitaciones de la planta superior.

Subí la escalera mientras contemplaba los muros en donde colgaban numerosas pinturas de los antepasados ilustres de la familia. Alternándose a veces, con algunas obras que representaban los paisajes locales, característicos por su aridez y sus tonalidades grises, atributos que se transmutaban en una leve maledicencia, adquirida bajo el pincel de algún olvidado artista.

Pese a la invariable rutina de verme forzado a contemplarlos, cada vez que debía subir por los antiguos escalones que formaban la escalera central, me fascinaba la frecuencia con que descubría un rasgo inédito, particular, en las facciones de alguno de mis ancestros; en ocasiones malicioso, en otras melancólico y raramente bondadoso.

Tales percepciones diarias, que por lo general eran de tipo subliminal, me hacían sentir a salvo. Pensaba, sin saber el porqué, y pese a la evidente decadencia económica y social de la familia, que tal linaje me otorgaba un cierto poder sobre los peligros de la vida y los terrores de la muerte; como si yo no fuese un simple mortal, semejante a los demás seres humanos, que tan sólo se diferenciaba de la mayoría por su favorable posición en el espectro social.

Ese pensamiento irracional, elaborado por mi imaginación errática, con frecuencia predispuesta al desvarío por la vida solitaria que llevaba, me hacía pensar que estaba protegido por aquellos malvados y decadentes miembros de mi familia. Aquellos que fueron poderosos en su tiempo, pero que ahora eran sólo un recuerdo triste y evanescente.

En mi condición de heredero único de los bienes y títulos familiares, y pese al detrimento que estos habían sufrido con el correr de los siglos, era poseedor tanto de un renombre como de una posición digna de las más antiguas y nobles casas europeas. Tal condición, nunca me importó demasiado, contrastando esto con mi consabido apego al lujo y la riqueza.

Todo aquello me hacía sentir feliz, dueño de mi vida y libre para vivirla, sin que las miserias de la existencia común lograsen penetrar a través de los muros protectores de mi añeja morada. Al menos eso creí por mucho tiempo, durante el cual hice caso omiso a las penurias de los que me rodeaban, alejado física y mentalmente de todos aquellos que no comulgaban con mi engañosa condición social.

Pero ahora, por alguna causa desconocida para mi, todo parecía alterado, cada imagen, cada objeto auspiciaba en mi mente tenebrosos eventos que no me atreví a vislumbrar. Cuando subía los últimos escalones me invadió un extraño presentimiento, una vaga y morbosa sensación que sólo puede describirse con la insana idea de estar muerto y percibir, de alguna extraña forma, que se yace en la eterna y lúgubre tumba sin otra compañía que las tinieblas insondables.

Mientras me reponía parcialmente de esa repugnante sensación, logré recordar una antigua máxima que dice: «Todos los mortales tenemos, en algún lugar, una lápida inscrita con nuestro nombre y nuestro camino, inexorablemente, tarde o temprano nos conduce a ella». De seguro la perturbadora sentencia era un eco literario resonando en los oscuros laberintos de mi psiquis cultivada, siempre ávida de nuevas lecturas. Había heredado esta afición a través de un orgullo intelectual de carácter atávico que, generación tras generación, fue haciendo crecer nuestra antigua y magnífica biblioteca.

Seguí caminando hasta la primera habitación de huéspedes, por la izquierda, al final del pasillo. La elegí por ser la alcoba más apartada y silenciosa de la casa. Por otra parte, era una de las más antiguas y menos apreciadas. Lo evidenciaba el que no fuera usada por ningún invitado durante las últimas décadas. Sin embargo, se encontraba limpia y ordenada gracias a la eficiente labor de la numerosa servidumbre, con que la casa contaba desde tiempo inmemorial, elegida con gran cuidado y con la mayor exigencia.

Su interior lo formaba una recamara amplia y oscura, de aspecto opresivo; construida en piedra caliza que fue extraída directamente de las canteras de las montañas del Este, célebres en toda la región por su dureza y calidad. Los pisos y el maderamen del techo eran del más fino roble proveniente del norte de Europa; las ventanas con vitrales de delicados motivos enmarcados en bronce y acero estaban corroídas y opacas pero aún así poseían una singular belleza. Su decoración arcaica y austera, de estilo gótico, mostraba a las claras la extrema antigüedad del ala oeste de la casa.

Todo el sector, era parte del castillo original, que había sido construido en el siglo XII por el fundador de la estirpe familiar, un oscuro y despiadado noble que participó en las cruzadas y que fue llevado a la fama por sus campañas sanguinarias, las que terminaron por generar macabras leyendas sobre su destino final.

De aquel siniestro personaje prefería no hablar, ya que desde mi infancia, la sola mención de su nombre me causaba escalofríos pues podía sentir que parte de él seguía presente en la casa, inmanente en cada una de las piedras que le daban forma. Además por un misterio arcano, indescifrable, al menos para mí, sus retratos habían sido retirados de los muros ya desde la época en que su hijo, más malvado y tenebroso que él mismo, tomo posesión de la propiedad familiar.

Me encontraba en una de aquellas primitivas habitaciones que habían sobrevivido a tantos siglos, no sin recibir de ellos la corrupción y el hedor de tiempos olvidados. Sus derruidos muros parecían cargar con infinitos recuerdos de vida y muerte, de amor y odio, los cuales sin duda acontecieron ocultos en su interior. Sus paredes aprisionaron parte de dicha maldad, viciando el aire del lugar y otorgándole ese fatuo perfume de sutil pestilencia, que era invariablemente percibido por cualquier infortunado que le tocase en suerte dormir amparado entre sus piedras vetustas.

Tales características, que motivaron su clausura, daban al lugar una atmósfera más proclive a la angustiosa vigilia que a un sueño placido y tranquilo. Pero yo estaba acostumbrado a la casa, a cada parte de la misma, no en vano había nacido y crecido entre sus muros de piedra y sus pisos de roble y encina; no por nada fui enseñado a venerarla y considerar a cada uno de sus incontables rincones como el símbolo ruinoso de nuestro poder ancestral.

Por otra parte mi cansancio era profundo, me encontraba muy débil en verdad, por lo cual, al recostarme sobre la amplia cama medieval, el sueño no tardó en llegar, y con él, reino la paz y la tranquilidad.

Parte II:

Luego de un tiempo, cuyo lapso me fue imposible determinar, durante el cual permanecí en un letargo semiconsciente, me dormí más profundamente y comencé a soñar.

En mi sueño me encontraba consciente de mi estado, sabia por algún motivo arcano que la abominable escena que observaba era producto de un particularmente morboso, pero inofensivo proceso onírico. Sólo esa ingenua seguridad permitió que mi cordura resistiera tales embates del reino prohibido del inconsciente.

Sentí que estaba acostado sobre el barro, pude apreciar la humedad, el olor y el frío del suelo con gran realismo, a tal punto que me estremecí. Era curioso percibir la desagradable viscosidad del lodo que me rodeaba y la espesa brisa rozando mi rostro como si una mano espectral y blasfema pretendiera acariciarlo.

Temía abrir los ojos, tardé mucho en hacerlo, porque con el paso del tiempo las dudas sobre donde me encontraba me provocaron un pánico imposible de contener. Al decidirme, contemplé un cielo oscuro, cuyo espeso manto de nubes grises impedía el paso de la luz del Sol. Un Sol que de todas formas estaba por esconderse, como si hasta él quisiese huir de tal mundo de tinieblas.

Reflejos rojizos salpicaban las oscuras nubes, y se me antojó ver en dicha escena un remedo del antiguo mito del país del Nilo, en el cual Apep, el demonio de la oscuridad que representaba el Eclipse y la Tempestad, trataba de devorar a Râ, el Todopoderoso Sol. Sólo que en este caso, el rojo sucio del cielo simbolizando la sangre derramada del astro del día, a la inversa de la leyenda egipcia, atestiguaba la victoria de aquel ser maligno.

Queriendo incorporarme, un agudo e indescriptible dolor invadió todo mi ser, como si mis huesos se separasen de las carnes que los recubren. Me pareció estar amarrado al suelo sin que tuviese la más mínima capacidad de movimiento. Después de un rato, al no poder soportarlo más, decidí concentrar todas mis energías en un supremo esfuerzo; sin conseguir nada, salvo una sensación equivalente a la de mil roedores lacerando cada parte de mi cuerpo, con lo cual perdí nuevamente el sentido.

Creo haberme desmayado por un largo período dado que al volver a la conciencia la noche ya abarcaba, con su tenebroso manto, toda la bóveda del cielo. Por alguna singular razón ya no sentía ningún dolor; era como si, con el retiro de la benéfica luz, toda sensación física se hubiese desvanecido. Esta vez, sin dudarlo, me incorporé y camine por el lugar. Digo caminé en forma metafórica, pues en realidad no sentía mi cuerpo y al parecer me desplazaba con el sólo ejercicio de mi voluntad.

Lo que observé, las cosas que percibí en esa breve caminata, no pueden ser nombradas apropiadamente con las optimistas e ingenuas palabras del lenguaje humano. Ninguna mente mortal debería jamás concebir tales engendros, ni aún siquiera insinuarlos, pero pese a mi consternada incredulidad, aquel infernal paisaje estaba frente a mis ojos.

OlvidadosEra el reino de la muerte, manifestándose ante mí en todo su macabro esplendor, en toda su diabólica plenitud: Tumbas innominadas, de una pretérita y oscura época, cubrían la faz de toda la colina donde me situaba. El nauseabundo olor de la putrefacción hería profundamente mi pituitaria, porque muchos sepulcros estaban abiertos, como si alguna desconocida y satánica fuerza hubiese expuesto de exprofeso los corruptos despojos que contenían. Las cruces rotas signadas por los estragos del tiempo, auguraban un clima apocalíptico.

Los pocos e insanos árboles que allí se encontraban estaban secos y degradados por causa del miasma que invadía el suelo hasta una altura próxima a la de mi rostro. Era una neblina gris verdosa, opresiva y gélida que lo cubría todo y se pegaba a las cosas, en forma de brillantes gotas de humedad que resplandecían por tenues rayos de luz, cuyo origen no me atreví a adivinar. La casi nula visibilidad impedía misericordiosamente ver más allá de las faldas de las colinas circundantes, de no haber sido así, seguramente habría contemplado mayores horrores.

En el lugar reinaba el silencio; un silencio sólo perturbado por el intranquilizador sonido del viento silbando entre los carcomidos árboles y sobre las mohosas lápidas y mausoleos. Pero esa calma que normalmente induciría cierta serenidad, lograba aterrorizar mi espíritu; ya que, según me pareció, estaba compuesta por los infinitos alaridos de las almas difuntas, que creí, estaban atadas por siempre al reino de la inexistencia y cuyo único legado, era el olvido.

Todo aquello era demasiado para mi, quise despertar, pero no podía lograrlo. Me conformaba con el hecho de estar seguro que aquella “pesadilla” terminaría y eso me dio valor para afrontar lo que vendría.

En el horizonte, confundidas entre las masas turbulentas de la niebla, espectrales formas innombrables se manifestaban. Su aspecto era variable, de pronto seres de gran belleza, y al instante horrendas criaturas que sólo podían provenir del Averno. De rostros descarnados, corrompidos por la descomposición, dotados de una maldad inconcebible; formas repulsivas remotamente humanas, arrastrándose sobre el fango; nubes tenues de colores obscenos, radiantes y, a la vez, oscuros como las tinieblas más profundas; todos en una patética procesión, sin aparente propósito, sentido ni final.

Para mi terror se acercaban a donde yo estaba, pero luego comprendí que, al parecer, lo hacían sin notar mi presencia o, notándola, no les importaba. Ya frente a mí, aquellos seres comenzaron una danza macabra, errática y lúgubre. El terror penetró en lo más profundo de mi alma, cuando descubrí que los alaridos que antes imaginé, eran reales y provenían de las entidades que me rodeaban.

Corrí… Corrí como un enajenado tropezando con los cráneos y osamentas desparramadas por todas partes, salpicándome con las hediondas aguas de los charcos formados por tumbas descuidadas. Corrí hasta perderlos de vista y finalmente me detuve para tratar de aclarar mi mente turbada.

A corta distancia, frente a mí, se erguía un edificio imponente. Era un gran mausoleo familiar, que indudablemente fue una de las primeras construcciones de la necrópolis y probablemente contendría los despojos de quienes, en vida, poseyeron fama, poder y fortuna, pero que ahora sólo ostentaban un modesto nicho en sus paredes. Al menos eso era lo que dejaban entrever sus ostentosas columnas de mármol y las vastas proporciones de su arquitectura románica.

Ya calmado, me acerqué a su entrada y pude comprobar que su pesada puerta de bronce estaba entornada, había sido violada hace incontables años por algún ladrón de tumbas, quien esperaba encontrar en el tenebroso hogar de los difuntos algo con que mantener el suyo.

Dentro del lugar el hedor era insoportable. Las húmedas paredes estaban cubiertas de musgo, hongos y telas de araña tan densas, que semejaban fétidas cortinas. Todos los muros, salvo el frontal, estaban cubiertos de nichos en cuyas lápidas se leían con dificultad el nombre y la historia de los difuntos que guardaban.

Trabajosamente, debido la oscuridad reinante y al pésimo estado de las placas de bronce en donde las inscripciones estaban grabadas, comencé a leer. Cuando lo hice, se heló mi sangre, mis pensamientos se confundieron, y me sentí sobrecogido por una angustia profunda, que trascendía mi percepción consciente.

Dicho estado me sobrevino a causa de que los nombres de las lápidas me resultaban familiares, pues no eran otros que los de mis antepasados, los mismos que rotulaban a los cuadros de la escalera de mi casa, la casa que tanto amaba.

Ante tan aberrante descubrimiento busque ávidamente tratando de comprender lo que veía, en vano mi debilitada razón buscaba una respuesta, sobre todo por la resistencia que ofrecía a la misma el subyacente temor de encontrarla. Hasta que de pronto, las puertas del infierno se abrieron para mí y mostraron lo que tras ellas se esconde. En un instante el universo estallo y todos los demonios del Tártaro parecieron aullar y reír al mismo tiempo…

Lo ocurrido fue simple en verdad… Una inscripción en la mohosa placa de un nicho del muro lateral, que evidenciaba ser un tanto más reciente que la mayoría, me hizo comprenderlo todo. No existen palabras para describir lo que sentí, no hay forma de expresar el terror único, infinito, inaudito de descubrir mi nombre en aquel muro. Acto mediante el cual mi mente se aclaró completamente…

Fue entonces cuando supe, mientras me ahogaba en un desgarrador gemido, que mi pesadilla no era tal, que por el contrario era la diabólica realidad. Comprendí desesperado, que no dormía, sino que despertaba. Supe entonces que la casa, la fiesta, los retratos y mi vida acomodada eran sólo un piadoso sueño, únicamente un conjunto fantástico de nostálgicos recuerdos sobre un pasado remoto. Un descanso concedido por impensados dioses, que comienza con la llegada del Sol y finaliza con su partida. Un remanso diario, pero breve, para la infernal existencia que llevamos nosotros, los que estamos muertos.-

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Inspirado en un sueño tenido en la noche del 20 de Junio de 1994.
Con los años, he reconocido subliminales influencias en: An Inhabitant of Carcosa (1886), de Ambros Bierce y en The Outsider (1926), H. P. Lovecraft.

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