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Este post narra una experiencia real. De manera irónica y sarcástica, pero tratando de reflejar...

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Tiempo de lectura: ~9 minutos. 2566 palabra(s).

SilencioSuelo trabajar, con mi computador personal, a corta distancia de una gran ventana, la cual da directo hacia la calle, sólo divorciada de ella por unos tres metros de mediocre jardín (no soy el propietario, no me culpen; si lo fuera lo tendría cuidado de manera más natural y fresca).

La ventana está siempre abierta de par en par. Sin importar que sea pleno invierno. A lo sumo, por debajo de los 10 grados Celsius, la entorno un poco, pero amo el aire fresco y el frío, así que nunca está completamente cerrada.

Creo que moriría enloquecido, si me faltara el oxígeno. En mi casa de Versalles, en la Capital Federal (o, como ahora se llama, «Ciudad Autónoma de Buenos Aires»), en la cual viví entre los 12 y los 26 años, mi padre había instalado un «hogar» a gas (imitación muy verosímil de uno real -en los que suelen quemarse leños- a nivel «visual»), fabricado por él mismo (y mal, ya que no tenía una chimenea auténtica por donde pudiera salir el aire viciado) y si en los inviernos no se abrían las ventanas, el olor a butano mal quemado y la inodora pero fehaciente presencia del dióxido y el monóxido de carbono, se hacían sentir de manera inmediata.

Siempre que yo llegaba, y a pesar de las protestas de mi madre, me ponía en la tarea de abrir las ventanas y puertas y debía recurrir a despojarme de todo abrigo posible, ante esa «pintoresca» e irracional manera de calefaccionar.

No sé si fue eso o la ridícula costumbre de mi madre que, cuando era pequeño, al enviarme cada día a la escuela, me vestía con innumerables capas de indumentaria. Tal es así, que odio la lana, al punto de no soportar su roce contra mi piel.

La cuestión es que, los avatares del destino, me han convertido en una suerte de pariente del dios nórdico Loki, que descendía de los gigantes de hielo, ya que paso los inviernos con no más de una remera (como se dice en Argentina, equivalente a «playera» para los mexicanos o «camiseta» para los españoles) y una campera («chamarra», como dirían mis amigos aztecas) encima, cuando debo salir a la calle. Sólo por debajo de 0° Celsius, mensuro si necesito un abrigo más grueso…

Pero volviendo al tema, así es que mi ventana siempre permanece abierta, sin importar el clima reinante.

La mía, no es una calle por demás ruidosa, ni tampoco lo que acecha más allá, salvo cuando alguna protesta gremial o de los «sectores sociales», tristemente, tan en boga desde el 2001 en mi país, cortan la Autopista Ricchieri (que dista 3 calles de aquí) o fastidian al «Mercado Central» (de frutas y verduras, y de algunas otras cosas), creando el caos en todo Tapiales, mi barrio.

Sin embargo, por una de esas condenas atroces, dignas de Prometeo o Sísifo, me veo obligado, merced a mi por demás sensible oído (compensado por mi miopia -no uso anteojos pero debería), a soportar las más crueles torturas sónicas…

El camión de la basura que, por algún hado del destino, hace 10 años que decide «compactar» a mitad de cuadra (yo estoy a 20 metros del centro de mi «manzana» o «calle», por lo que la alineación con mi ventana es casi perfecta, digna de un Arquímedes…); la sirena de los bomberos voluntarios, que sin duda hubiese sido la envidia de los guardianes de alerta de bombardeos en el Londres de la Segunda Guerra Mundial y que pese a estar a 15 calles de mi domicilio, ostenta no menos de 75 u 80dB (decibeles) de sonoridad, son dos de las muchas «delicias» a las que me refiero.

Me he preguntado, en ocasiones, si existe algún tabú entre los bomberos que no les permiten adquirir equipos de radiollamadas –«beepers», celulares con VHF -tipo Nextel- o tal vez «señales de humo», que se me figuran muy congruentes con su funciones como «servidores públicos apagadores de fuegos»

En fin, ansío algo que no suene tan molesto para los pobres vecinos (me aterra pensar en la gente que vive a pocos metros del infernal engendro). Pero debo ser justo: Hay que decir que nuestro cuartel local, ha de extinguir los incendios de media Sudamérica, porque suena casi todos los días, en más de una ocasión y, gracias a los dioses, casi no hay siniestros en esta pequeña localidad.

Pero ese tipo de ruido eventual, no es el peor de los tormentos ni mucho menos… Tampoco el ferrocarril, cuyas vías distan no más de 100 metros, ni las aeronaves que regularmente parten o llegan al Aeropuerto Internacional de Ezeiza (lejos de aquí, pero en línea recta y cuyas coordenadas para el comienzo del curso de aterrizaje, coinciden virtualmente con mi barrio).

Ni siquiera del tráfico o de los patéticos motociclistas con máquinas de 120 cm3 o menos, a las que les quitan el silenciador al tubo de escape para soñar que están «montandos» sobre una V-Max o una Harley (pobres aprendices de «bikers», algunos incluso son «deliverys» y se dedican a entregar pizzas o empanadas…), es de lo que debo quejarme.

Tampoco lo es el maldito ruido industrial. Siempre hay alguien destruyendo o construyendo algo, pese a que mi calle es residencial (no comercial o fabril) y siempre luce igual…  Todas esas máquinitas parecen desafiar las leyes de la acústica y propagar sus distorsionadas vibraciones por cientos de metros.

Ni siquiera los aprendices de jardineros, que con regularidad cortan el césped y podan plantas que no lo requieren, en el jardín de los vecinos (admiro su forma de recibir «money for nothing»), con esas infernales máquinas impulsadas por carburante líquido.

Sí, en cambio, el horror más temido por mis tímpanos, acontece cuando las dos perras, de la casa adjunta, ladran al unísono, en un garage grande, para varios automóviles, que sirve de amplificador acústico, en especial cuando está vacío… Pero el ladrido no es lo peor, sino el que (y esto es mi primer experiencia con lo que narraré a continuación, pese a que amo a los perros y he tenido varios) lo hacen «desafinando» y aullando entre medio de los ladridos. El «barking duet» se me antoja similar al que ha de proferir Kérberos (el «Can Cerbero», palabra griega que significa, literalmente: «Demonio del Pozo»), la mascota de mi Señor Hades, bestia que (como es sabido) está dotada de tres cabezas.

También, debo soportar, y pese a mis denodados esfuerzos por ignorarlo (o nulificar con unos cientos de vatios de buen hard rock o «metal»), las abominables profusiones cacofónicas de esos automóviles que llevan equipos como para musicalizar barriadas enteras y poniendo el volumen al máximo. Se los escucha transitar (lentamente, para colmo, o quizás me lo parezca a mí, conforme a mi desesperación), reproduciendo «cumbia villera» (a los no-argentinos es inútil que trate de dar explicaciones sobre la naturaleza de tal blasfemia, de esa abominación), reaggeton o POP de la peor ralea.

Otro fenómeno, de orden similar, es generado por las alarmas de los automóviles que están estacionados en la zona. Las mismas, mal instaladas (en general por algún «pela-cables» sin experiencia), con circuitos o componentes deficientes, suenan ante la menor vibración o por simple fallo de algún sensor o del dispositivo en sí. No negaré que es divertido ver salir a los vecinos cada 5 minutos, a darle «click» a sus controles remotos, pero es terriblemente molesto si uno quiere dormir o concentrarse.

No soy un ferviente creyente en el «karma». Como he dicho en otros escritos, creo en la ley de Causalidad (la «causa y efecto») pero sin darle un tono espiritual o retributivo. Sin embargo, algunas cosas me hacen pensar que existe (y que debí de ser un torturador especializado en «estridencias», en alguna impensada vida anterior…).

Por ejemplo, el que los condenados cristales de las persianas de la ventana, misma que evoqué al comienzo de este relato, resuenen (en el sentido técnico de la palabra, o sea, presenten la misma «frecuencia de resonancia») con la mayoría de los motores de combustión interna de los vehículos que aciertan a detenerse «regulando» (es decir, sin apagar el motor), en las inmediaciones. Quien no haya percibido tal horrenda vibración, no ha de comprenderme, y juzgará mi referencia a ello, con apresurada liviandad.

Mi dormitorio es el cuarto contiguo y, ¡Adivinen qué…! Presenta una ventana similar, que colinda con el mismo jardín frontal… En él, una bomba de agua, que puntualmente se enciende, según las omnipresentes leyes de Murphy, a poco de yo irme a la cama (debo aclarar que trabaja automáticamente, por nivel de líquido en el tanque, no bajo manos humanas o por algún temporizador, por lo que sería, a no dudarlo, otra cruel pero incuestionable evidencia de «la maldad de los objetos inanimados»), completa, con su infernal zumbido metálico, y esa inconfundible cacofonía de los motores eléctricos mal mantenidos, el triste panorama de caos sonoro…

Lo hace, pese a mi irregular patrón de sueño (léase: Me voy a la cama cuando mis ojos se cierran sin control frente al display de mi laptop, sin respeto por la posición relativa del dios Râ en la bóveda del cielo o por las triviales convenciones circadianas de los mortales).

Pero miento, o mejor dicho, mi mente trata de olvidar… Hay un horror mucho peor que todos los ya descriptos. Un estruendo propio de la mismísima presencia de Azathoth, el dios idiota, que gobierna el centro del Caos Primordial en las narraciones lovecrafnianas. Este dios, que siempre es acompañado por infinitos vasallos, los cuales pasan la eternidad usando infernales flautas y elementos de percusión, producen sonidos inauditos y enloquecedores para todo aquel que tiene la desgracia de escucharlos…

Muy de vez en cuándo (gracias a los dioses), llega «aquello» sin previo aviso. Con pasmosa lentitud aumenta su intensidad y al cruzar por mi ventana, parece multiplicar exponencialmente el tiempo de su retirada, pese a que una rigurosa observación, de orden empírico, me asegura un traslado de velocidad constante…

El evento es simple y por demás trivial, en realidad… A veces, llega al área un humanoide sentado en una pequeña camioneta, provista de un micrófono y de dos arcaicos altavoces de metal (de tipo cónico -aquí se las llaman «bocinas») que, por supuesto, distorsionan el sonido y limitan la frecuencia de la señal de audio que les es transmitida desde su fuente (el micrófono y subsecuente amplificador), potenciando su diabólica capacidad de atormentar tímpanos sensibles. Ignoro cuantos watts tendrá su equipo, pero mi aterrada psiquis se figura no menos de 500 (por supuesto, «reales» o RMS).

Se trata del «comprador de chatarra», de un ente amorfo (al menos nunca llegué a ver su rostro o conocer su nombre -para su suerte) que se gana la vida comprando a incautas amas de casa, jubilados o gentes diversas, todo tipo de cosas inútiles a precios risibles, con el argumento de que (de todos modos) nadie se tomará el trabajo de venderlas como corresponde.

Al infame y repetitivo grito de: «¡Compro calefones señora…! ¡Compro…! ¡Compro termotanques, señora…! ¡Compro baterías viejas, señora…! ¡Compro…! ¡Compro ventanas, puertas, muebles usados; chapas, maderas, señora…! ¡Compro…! ¡COMPRO!« (Estoy simplificando su letanía, créanme), ha logrado despertar mi instinto asesino.

Confieso que sólo lo ha salvado de recibir el impacto de un ladrillo o adoquín, el hecho de que existen dos rejas de por medio, la de la ventana en sí y la general, que cubre todo el ancho del lote de la casa (… Esto es Argentina, y sí, debemos vivir presos en nuestras propias viviendas, por la inseguridad y la impunidad del crimen que ha generado una década de populismo gubernamental).

Pese a mis abundantes improperios, que por desgracia no llegan a sus oídos, merced a la protección auditiva que a él le otorga, la misma parafernalia que es mi tortura, no llego a cumplir ni siquiera la mísera satisfacción de transmitirle mi encono.

Incluso he pensado en correr raudamente hacia el fondo de la casa, donde guardo un hacha de leñador de mango largo y varios kilogramos de peso… Pero por suerte, para el humanoide (y también para mi calidad de ciudadano no convicto de crimen alguno -que se sepa o yo «recuerde»), nunca he llegado a ese extremo.

Sé perfectamente que, todo eso, es el precio de vivir en una zona urbanizada… Es como la condena de los dioses de los cielos, cuando les dijeron a los habitantes de Eridú, la primera de las ciudades de Sumer, que no pensaran que la creación de las urbes les traería la felicidad, porque pese a los obvios beneficios de la vida urbana, llegaría con ello la falta de libertad, la alienación y las horrorosas experiencias sensoriales de que hablé arriba…

Bueno, dudo que las tablillas de Nippur (otra ciudad sumeria, donde se encontraron a las mismas) refirieran eso (con tal exactitud), pero en «espíritu» auguraban que algún día viviríamos así.

No, como dije, pese a mi larga digresión (perdonen la catarsis, soy un paradójico especimen, a la vez rata de ciudad y amante del laconismo y el silencio rural y de las soledades de los montes y las playas desiertas) esa no es la razón de este artículo. Lo que quiero es hablar de «ruidos», sí… Pero de los emitidos por las laringes humanas, aunque decir «humanas» es una impertinente exageración, que el lector sabrá perdonar.

No precisaré las horas del día, en que acontece el invariable ritual de estos homínidos… Pondré sobre ello un manto de piadoso anonimato, sin convicción ni compasión verdadera, sino por precautorias medidas en pos de evitar desagradables demandas judiciales (es prudencia y no «amor al prójimo», lo que difumina la precisión horaria del relato).

El caso es que un pequeño número de entes discordantes, que no comulgan en su status social, estrato cultural ni que comparten amistad o afinidad alguna, excepto el hecho de la proximidad geográfica de sus viviendas, coinciden por «azar» y comienzan la letanía, el simiesco ceremonial del primal costumbrismo, el convencionalismo, la histriónica preservación de la falsa cordialidad y la alquimia del intercambio y la catarsis del tedio de cada una de sus tristes vidas…

Cada día de la semana, con rigurosa puntualidad, reverberan en mi ventanas «noticias» (hay quien diría vulgares chismes) sobre los bloqueos del tráfico automovilístico («embotellamientos»), los cortes de calles y rutas por los insufribles «sectores sociales»; las noticias sobre si se cortó la luz aquí, allá o en «alguna parte»; el fallecimiento de algún geronte de la zona (o la efeméride de tal hecho); comentarios sobre la inseguridad y, esto es lo mejor, largos debates y meditaciones colectivas sobre «a qué hora conviene sacar la basura» (porque aquí existe una sub-especie llamada «cartoneros» que desarreglan todo aquello que las personas civilizadas descartan, a la par de los perros ferales, que desgraciadamente, debido a la crueldad humana, cada día proliferan más).

Todo eso, termina del mismo modo que comienza. Veloz e imprevistamente. Pero deja una estela de hipocresía, mediocridad y pestilente falsedad, que no es fácil de olvidar para éste, quien escribe…

¿Algún día aprenderemos, nosotros, los humanos? ¿Hay esperanza para esta especie de homínidos parlantes, diestros en el manejo de herramientas? No lo sé y por lo visto y dicho, no lo creo… Pero lo que es seguro, es que los dioses de la Antigua Sumer, siempre tuvieron razón: La ciudad es la peor maldición, de entre todas las que los mortales hemos de sufrir, a partir de haber creado aquello que llamamos «civilización».-

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