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Reflexiones sobre la Inexistencia: El Páramo. Relato de OscarCo: En ese extraño jardín, cuando...

     
Tiempo de lectura: ~9 minutos. 2552 palabra(s).

Los conceptos e ideas vertidos aquí, no obedecen ni reflejan las creencias de su autor, ni tratan de plantear ninguna postura filosófica frente al misterio de la Muerte. Se trata sólo de un relato de ficción, que tiene por finalidad hacerlos dormir menos tranquilos durante las noches…

Pese a ello, existe una solapada e inherente intención, más profunda, en los relatos. Es la de tratar de usar el pensamiento lúdico y el terror, para mostrar lo absurdas y limitadas que son las ideas humanas más comunes, sobre lo que puede venir después de esta vida. Así que si bien la trama es pura ficción, quizás logre hacerles meditar un poco sobre tales trascendentales asuntos…

III.- El Páramo

En ese extraño jardín, cuando el otoño muta sus cobres, ocres y dorados, por el estéril gris del desolado y tenue invierno, llega mi fatal y periódica infatuación por las piedras de la vieja gruta y el derruido y casi irreconocible altar que descubrí allí, hace tantos años.

Es en esos momentos, cuando suelo caminar los 3 km que separan al pueblo de aquel paraje tan extraño, tan poco visitado y temido. Lo hago con la regularidad que sólo la obsesión compulsiva imprime en aquellos que la padecen, si bien en mi caso, en forma dulce y anodina, pero aun así siempre presente.

En esas ocasiones, me allego hasta allí, casi todos los días, aun cuando la lluvia arrecia, durante la mutación estacional que el solsticio presupone.

Los rayos del Sol, son siempre perturbados por el espeso ramaje, que aún desnudo y despojado de sus hojas, cubre en demasía, aquel lugar y por la omnipresente niebla, normal en aquel pequeño bosque, inserto en una depresión profunda del terreno, el cual recoge la humedad del aire convirtiéndola en una especie de tul gris que todo lo compenetra. Por eso, aun en los días claros, el lugar goza de una singular penumbra.

Es en esas circunstancias cuando me agrada visitar al páramo. Por las tardes, permanezco sentado en aquél viejo tronco, abatido por los siglos, que una vez debió ser una gran encina, pero ahora yace casi hueco y consumido por termitas y gusanos, como ocurren con todo lo que habiendo tenido vida, cae en las garras eternas del Erebus y Thánatos.

Sin embargo, cuando la lluvia decide convertir aquel paraje en un lugar donde la hojarasca se mezcla con el rojizo suelo, siempre húmedo y hace brillar las piedras con tenues y espectrales colores, algunos plateados pero otros indescriptibles y no aptos para ser percibidos por las mentes mediocres y vanas, entonces permanezco en la gruta. Me siento sobre esa piedra negra, meteórica tal vez, que no he logrado identificar a despecho de mi afición por la geología.

Quién diría que un “geek” como yo pudiera admitir lo que sigue, pero en lo que los supersticiosos pueblerinos, aun creyéndose “modernos”, ven un mal presagio, un indicio vil de que el lugar es nefasto, yo encuentro un remanso de paz y “desconexión” con todo lo que es el diario trajinar, la rutina mecanicista de la vida urbana y posmoderna.

El sitio es extraño, desde donde uno lo quiera mirar, dicho esto literal y metafóricamente. Allí no se capta ninguna emisora radial, si es el caso de que se disponga de un radio receptor; tampoco hay señal alguna de telefonía celular o WI-FI, pese a que, recientemente, una de las grandes corporaciones del país dotó al viejo y estólido pueblo de varias torres adecuadas para una buena cobertura del servicio, en toda la región.

Tampoco las brújulas apuntan al Norte y, en muchas ocasiones (en particular cuando las cámaras son con película y no digitales), las fotografías que se toman del lugar, al ser reveladas, muestran puntos de colores, líneas blanquecinas y manchas de todo tipo.

Desde luego, estos fenómenos tienen el mismo origen que la perpetua niebla: Unos 200 metros de depresión del terreno en la parte sur, donde yace el altar, la gruta y aquello otro que siempre se me antojó una tumba inmemorial, aunque los escasos documentos históricos y arqueológicos nacidos del estudio de la zona, no validen mi presunción.

Esa misma depresión topográfica, es la que produce los fenómenos magnéticos y la alteración de la química de las películas fotográficas… De seguro existen ingentes depósitos de magnetita y metales ferrosos, así como quizás cierta radioactividad natural, debido a que los estratos aluvionales, que conforman el suelo de toda la región, parecen haber sido “arrancados” allí, por algún fenómeno misterioso (quizás ya desde las últimas glaciaciones), dejando la roca desnuda o sólo cubierta con el musgo y los restos de la vegetación en decadencia.

Lo que me gusta del lugar es el silencio, en esas épocas del año, allí no hay aves y los pocos insectos pululan entre los restos vegetales del suelo, bajo las piedras y en los troncos de los árboles. Es extraño pero, al menos durante los meses en que yo visito aquel páramo, jamás he visto nada que vuele dentro del área o hasta donde la corta visibilidad de la zona permite apreciar.

No sé, si por no romper en hechizo, por temor a dañar mi costosa cámara Nikon o por simple respeto a un lugar que no desea ser objeto de profanas miradas, jamás he intentado fotografiar al páramo… Prefiero que el sitio, permanezca en mi memoria, en donde han quedado debidamente documentados hasta los más inefables rasgos del mismo, que ninguna cantidad de pixels o ingenio digital podría ser capaz de captar jamás.

Algunas veces, voy provisto de alguna literatura para leer… No mucha, pues no encuentro otras obras adecuadas, que no mancillen la lúgubre pureza del lugar, que cierta prosa y poemas de Edgar Allan Poe, como «Ligeria», «Morella» o «Leonora», o bien la pasión oscura que Charles Baudelaire derrama en cortos poemas como «El Fin de la Jornada».

Leo esos textos en voz alta, no sé explicar el porqué… Tal vez sea para que la resonancia, los ecos de mi voz, despierten algún impensado espíritu, preso por los eones del tiempo entre las piedras y el musgo gris y muerto que las cubre. No llego a comprenderlo, pero siento la necesidad de ello, como si las piedras y las ramas secas, pidieran a gritos tales acciones y yo obedeciera sus mandatos, cuan sacerdote de un ignoto culto.

Otras veces, cargo con un iPad, siempre temiendo que aquella pieza maravillosa, de moderna tecnología, conjure algún tenue elemento del lugar y lo disipe, lo exorcice, más que nada por el contraste y la incongruencia que presenta el portarlo y utilizarlo en aquella sutil estancia del bosque.

Sin embargo lo hago, porque no se cantar ni tocar instrumento alguno y sé, no me pregunten cómo, que las piedras quieren volver a «sentir» la música. Se me figura que en tiempos arcaicos, algún ritual se practicaba allí. Sé que la piedra negra tiene alguna relación con ello. Es la única que posee rústicas inscripciones, casi rupestres. Las mismas, efectuadas con la técnica del punteado (tomar una piedra dura y aguda y «picar» sobre otra hasta lograr marcar el dibujo deseado), me dan a entender algún rito sagrado, algo que tenía que ver con el tiempo y las estaciones, pero también con el vacío, la Muerte y la Eternidad.

No hay objetos o huesos en el lugar, ni siquiera modernos. Sólo la piedra, sobrevive a duras penas, por la erosión salitrosa, en tal particular microclima. Por otra parte, y pese a mi afición por la arqueología, jamás pensaría en explorar el subsuelo, no importa cuán intrigado esté por los pasados hechos que allí, con astronómica regularidad, tenían lugar.

No es sólo por respeto y por cariño a mi refugio de la vida mundana, que tantas horas de paz y tanto alivio a las vanas emociones que la misma genera, me ha ofrecido. También me niego a perturbar el lugar en lo más mínimo, porque sé que la «magia», allí presente, desaparecería si osara hacerlo.

Decía que portaba alguna música, para apaciguar la tristeza sin nombre, de mis amigas las piedras… Para ello, sólo me parecen adecuadas algunas piezas muy suaves y dulcemente tristes, como ciertos «nocturnos» de Chopin o algunas sonatas para piano de Beethoven.

Cuando reproduzco la música, debido (quizás) al silencio sepulcral del lugar, parece que pudiera captar en las yemas de mis dedos las vibraciones sonoras en los bordes de las piedras… Eso me complace, porque sé que ellas escuchan…

En contadas ocasiones, otras vibraciones más sutiles hacen cosquillas en las puntas de mis dedos. Ignoro si se trata de resonancias… Tal vez las rocas poseen cuarzo o algo por el estilo. Sin embargo, a mi florida imaginación le gusta pensar que me responden, que me dicen «¡Gracias…!» y algo más que nunca acerté a comprender: «Cuando nos necesites, aquí estaremos…».

Pese a las pocas, sino nulas posibilidades de progreso en el mísero pueblo, de carácter semi-rural, jamás me mudé a otra parte… No podía, no quería… Me habría sentido «morir», sin mi diario y ansioso recorrido de esos tres kilómetros y de la posterior paz de mi lugar secreto.

Así pasaron los años de mi vida… Todo cambiaba, todo lo que podía tener algún interés, sentimiento de afecto o aprecio para mí, fue cayendo en las ineluctables fauces del Tiempo… Incluso yo, como otro triste ejemplar de mi mortal especie, envejecía y me volvía paulatinamente débil, inútil y anquilosado. Sólo aquellas piedras, aquellas ramas secas y cambiantes en cada estación, pero siempre las mismas en un sentido general, parecían «eternas». Sólo aquellas piedras, pese a su deterioro y erosión, semejaban a inmortales seres, viendo aquel tiempo pasar…

Como era de esperarse, llegó el día en que realmente comenzó a ser costoso para mi físico el allegarme al lugar, pero aún así, jamás falté un sólo día… Sé que las piedras lo agradecían, a su manera, hablando con ese lenguaje silencioso que sólo ellas conocen.

Años más tarde, sin embargo, caí enfermo… Supongo que nada de sorprendente hubo en ello. No me preocupé por indagar sobre mi mal, sabía que el fin llegaba. No temía al acto de morir, pero me apenaba la finitud de la vida y que el olvido sea lo único que me esperara tras ese tierno pero letal abrazo de la Muerte.

Pero recordé… Recordé las palabras que creí oír (en realidad percibir o intuir), alguna vez, allá en los tiempos de mi juventud, en la reverberación de las rocas: «Cuando nos necesites, aquí estaremos…». Entonces decidí tratar de visualizar mi querido páramo, aquel que otros despreciaban por gris, lúgubre y silencioso, pero que yo ame por eso mismo, durante todos los días de mi vida, desde más años de los que podía recordar…

Todas las mañanas, postrado en mi lecho, me esforzaba por recordar cada vieja rama, tronco y cada una de las ancestrales e imperturbables rocas… Trataba de retener en mi mente las figuras de la piedra negra, intentaba visualizar los grabados en ella, como si pudiera leerlos. Me figuraba estar sentado en el viejo y aún más podrido tronco o dentro de la gruta, cuando llovía… Entonces, me parecía volver a escuchar, esta vez con el «oído de la mente», aquellas dulces palabras: “… Gracias…» y «Cuando nos necesites, aquí estaremos…».

Uno de mis pocos amigos, el único con quien alguna vez conversé sobre el páramo y el único que me visitaba, viajando con regularidad desde la gran ciudad, distante 250 km al sudeste, fue el depositario de mi postrera voluntad y el encargado de llevarla a cabo.

No tenía muchos bienes ni heredero alguno, así que le pedí algo simple: No quería funeral, ni rituales estúpidos, nacidos de credos que me eran tan ajenos, como aquellas queridas piedras les eran a los habitantes del pueblo. No quería ser sepultado en la lúgubre tierra fértil y ser alimento de gusanos e hierbas de prosaico verdor, tan común en la región.

Mi deseo era el ser cremado y que él, sin decírselo a nadie, en silencio; sin ritual o prolegómenos, esparciera mis cenizas por sobre aquellas piedras, en aquel lugar tan amado por mí, principalmente, sobre la negra piedra inscripta… Le expliqué que esperaba que la primera lluvia, posterior al evento, fusionara mis restos, para siempre y de manera inextricable, con las esencias del lugar y tal vez, con sus sutiles espectros.

Mi buen amigo, hizo el solemne juramento de que procedería según mi voluntad. Sin preguntar o insistir en un destino más convencional para las que serían mis cenizas.

No sé qué ocurrió después, ignoro cuanto duró mi dolencia. La misma, a la par de los años, me fue quitando la noción del tiempo, la memoria y todo interés por el empirismo sensorial. Poco a poco, fui cayendo en una difusa niebla, parecida a la de mi querido páramo y así transcurrí un tiempo indeterminado, mientras las ineluctables fuerzas de la Naturaleza, dieron cuenta de mis últimas energías vitales, preparando a mi cuerpo para el último viaje por el río Estigia.

Un día, sin embargo, creí despertar libre de aquellas tinieblas que la vejez cierne sobre los débiles cerebros humanos. Podía pensar con claridad, mas no comprendía bien la escena. No fue hasta bien entrada el alba, que las tonalidades grises y la eterna y tenue niebla, concedieron suficiente luz para entender el panorama…

Estaba yo en mi lugar secreto, una vez más y luego de años de ausencia. Allí se encontraba el viejo tronco, la niebla, las ramas siempre muertas y secas; la gruta, el musgo gris, la hojarasca putrefacta y, por supuesto, la sagrada piedra negra.

Entonces comprendí, ellas, las rocas, habían cumplido… Habían posibilitado el mutar el olvido trivial y pueril, el de la vacua oscuridad y el silencio inquebrantable, en esta dulce, estéril y gris aproximación de eternidad.

Ahora yo era parte de ellas, ahora podía escuchar sus voces con claridad, no como simples vibraciones, medio ensoñadas… Me decían: «Bienvenido hermano, ahora eres uno más de nosotros… Por ahora, el último en llegar, pero ten paciencia, a través de los eones, nuestro grupo se hace cada vez más grande y poderoso».

Mi destino estaba cumplido, había logrado el más bello de los estados posibles, el olvido sin dejar de ser; la muerte, sin dejar de estar; el silencio, sin necesitar no escuchar…

Es extraño, pero no pasaron más que unas pocas décadas para que una triste y extraña mujer encontrara el páramo. Era bella y joven, pero parecía mayor por su desolación y la oscuridad en su mirada. No siento encono alguno en su contra, máxime desde que observé el cariño y el respeto que le profesaba al lugar, a nuestras rocas y a las secas ramas que les dan sombra.

Ahora comprendo que ella será, un día no muy lejano, una más de nosotros…

Fue extraño, porque pese a que su rostro estaba abatido por la pena, quizás lúgubres recuerdos y la fría lluvia que le calaba los huesos, creo que sonrió y una luz de esperanza se dibujó en sus ojos, justo después que yo tuve ese pensamiento… Me percaté entonces, que sus dedos habían estado jugueteando con los bordes de las rocas, con los bordes de mí mismo, de nosotros, porque ahora todos somos uno con el páramo…

Un pensamiento salió de mi mente: «Cuando nos necesites, aquí estaremos…» y entonces, estoy seguro, ella volvió a sonreír…

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