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Casi todas las culturas primitivas, y en forma subconsciente, las modernas, creyeron (o creen) que...

     
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Casi todas las culturas primitivas, y en forma subconsciente, las modernas, creyeron (o creen) que el Universo comenzó como una vasta inmensidad acuífera, sin límites ni diferenciación. Como ejemplo, pueden citarse a la Biblia (Libro del Génesis 1:1-2):

“En el principio creo Dios el Cielo y la Tierra. La Tierra era soledad y caos, y las tinieblas cubrían el abismo, y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas”.

También a su antecesor, el Enuma Elish o “Poema Babilónico de la Creación” (Tablilla 1, columna 1):

Cuando, en lo alto, el Cielo aún no había sido nombrado, y abajo, la tierra firme no había sido mencionada; del Abismo (Apsû), y de la tumultuosa Tiamat, la madre de todos, las aguas se mezclaron en un sólo conjunto”.

A la luz de la escuela de psicología profunda de Carl Jung, esta concepción se explica mediante la evidencia de una idea arquetípica subyacente en todos los humanos, que identifica al agua como el lugar o entorno original de la vida en la Tierra.

El poder e influjo de esta representación obedece al hecho de que la gestación humana se desarrolla en un ambiente líquido por lo que, dicho proceso, constituye una especie de emulación de la formación de la vida original en el planeta. Este sincronismo es la base desde la cual la psiquis humana representa el origen primordial, de todos los seres a través de una generalización simbólica de su propio génesis como individuo (concepción que es básicamente correcta a la luz de la ciencia).

Hoy se sabe, con científica seguridad, que la primera forma de vida, hace más de 3800 millones de años, se formó en las costas de los primitivos y ácidos océanos del precámbrico. Tal información se encuentra disponible en el ADN de todos los seres vivos. Estos datos forman parte del conjunto de códigos genéticos que la naturaleza utiliza para “programar” a cada individuo con el objeto de que su organismo puedan llevar a cabo todos los procesos químicos y biológicos en donde el agua interviene y que son necesarios para la vida.

Por otro lado, en el caso de todas las especies que no se desenvuelven en un medio acuático, dicha información genética provoca el impulso instintivo de “búsqueda” del agua, tan importante para su subsistencia como la procuración del alimento.

Aun en los organismos por completo inconscientes de sí mismos, este impulso, opera de manera totalmente automática pero evidente. Es interesante observar que si bien se ha comprobado la existencia de numerosas bacterias anaeróbicas, lo que hasta hace poco tiempo se creía imposible, también se sabe que ninguna forma de vida del planeta puede existir bajo una carencia absoluta de agua.

Según la escuela de psicología antes mencionada, tal información también permanece en la estructura del paleocortex en el cerebro de los animales superiores, incluyendo, por supuesto, al del hombre. Esto hace que, para el mismo, constituya mucho más que un impulso instintivo de “búsqueda” del compuesto H2O (el agua) como sustento de la vida, pasando a ser una representación arquetípica del origen de todas las cosas y el símbolo (o ideación) más significativo de la Vida en sí misma, incluso de la “Vida Eterna”.

En los humanos, debido a la presencia de una consciencia desarrollada y al pensamiento racional resultante de la misma, los impulsos atávicos se llevan a cabo conscientemente; se conceptualizan y enmarcan dentro del sistema de creencias tribal, hasta formar parte de sus ideaciones. Con el correr del tiempo y el influjo particular del entorno, tales representaciones mentales se hacen colectivas y pasan a formar parte del cúmulo de arquetipos tribales, e incluso de los universales. Dicho proceso se lleva a cabo desde la aparición del hombre hasta la actualidad y es un paradigma aplicable a todas las culturas.

Pero además de esto, existen otros factores biológicos importantes en tal “instinto” o modelo arquetípico. Por un lado, el organismo humano esta compuesto por un 70% de agua y lo está en forma tal que es evidente aun para las sociedades más primitivas, no en cuanto al porcentaje, pero sí con relación a la proporción mayoritaria de este elemento en el cuerpo físico. Además, es obvio para cualquiera, que todos los procesos vitales del hombre son inherentes a alguno de los fluidos corporales.

Por otro lado, en el inconsciente humano se encuentra registrada la verdad evolutiva de que todos los seres “terrestres”, incluidos los mamíferos superiores (y entre ellos el Hombre), descienden de formas de vida más primitivas cuyo medio natural era el agua. Esta información es la que provoca, entre otras cosas, que los seres humanos sientan una gran fascinación por el mar, eligiéndolo en forma mayoritaria como entorno para vacacionar y retirarse de su vida rutinaria. Esto equivale a cuando se busca la introspección, que es algo así como la acción de “sumergirse” en el plano inconsciente, como medio disponible de escape a las tensiones de la vida moderna.

Tampoco debe olvidarse que, durante los nueve meses de su gestación, el feto humano vive en un entorno líquido (básicamente agua) y que, por esta razón, a lo largo de su vida “siente” (de manera subconsciente) que el agua tiene que ver con su “origen”, es decir, con su madre. Por esta razón, desde el punto de vista psicológico, el pensamiento inductivo del hombre ve a las extensiones de agua, ya sean ríos, mares o grandes lagos, como un remedo a gran escala del útero materno, como si estos fueran parte del “gran útero” de la Madre Tierra, que gesta a toda la vida existente mediante ellos.

Tal conjunción de instintos biológicos y representaciones de la mente profunda dan origen al concepto de las “Aguas Primordiales”, punto de partida para la mayoría de los mitos y concepciones teológicas. En el plano cosmológico, las mismas, o el “Océano Cósmico” (que es otro modo de referirse a ellas), también están relacionadas con la Creación Universal, es decir, el origen de todo lo existente (más allá de la vida en general y del hombre en particular).

Universalmente se pensó en esta entidad o elemento como en algo existente desde antes que los mismos dioses o principios creadores; o bien, se le otorgaba el estado de “increada”, que es análogo al de “eterno” o “existente desde siempre”.

En relación con esto, si se equipara al antiguo concepto del “Océano Cósmico” con la moderna noción del “Espacio”, es posible entrever algún tipo de registro primigenio, de carácter desconocido, que hace incorporar a la memoria colectiva el conocimiento innato del origen del Universo (o lo que es lo mismo, de su estado primordial).

Esta intuición cosmogenésica ha sido explicada por los pensadores de todas las épocas a través de nociones como las de «revelación divina», la intuición, o la sabiduría trascendente. Sin embargo, desde el punto de vista científico, el único origen admisible es una información “no-consciente” sobre el origen de la materia, que podría ser equivalente, en un nivel atómico (energético), al registro genético del origen acuático de la vida orgánica.

Por lo explicado en los párrafos anteriores, se evidencia la total legitimidad de estas ideas ancestrales desde el punto de vista de la realidad objetiva, incluso encuentran su correspondencia con los más modernos descubrimientos científicos sobre el origen del Universo, ya que el estado inicial de la materia en él mismo, según los científicos modernos, era de carácter “indiferenciado”; tal concepto es parecido al que los antiguos vislumbraban al hablar de “caos primordial” o al figurarse el aspecto que revestía el Cosmos cuando su única manifestación, siempre de acuerdo con tales cosmogonías, eran las “Aguas Primordiales”.

Es lícito pensar que de alguna forma, muchas de las actuales verdades científicas fueron intuidas por los antiguos, quizás por hombres comunes cuyo único instrumento era la simple observación, los que permanecían con sus sentidos abiertos a su entorno, y que, además, tenían una ventaja por sobre los científicos de hoy: El hecho de estar en contacto directo con la naturaleza en su estado puro e inmaculado.

No hay otra forma de explicar, por ejemplo, la similitud existente entre la moderna teoría del Big-Bang y las nociones sobre la expansión del Universo con la creencia hinduista de la manifestación del Cosmos a partir de «Los días y las noches de Brahma».

Otro punto notable de las creencias hindúes en relación con los descubrimientos de la ciencia moderna es el del mantra sagrado “OM”. Estos consideran que ese sonido es el más sagrado de todos, porque fue el que produjo el Universo al manifestarse (al ser creado).

El dios Shiva Nataraja («Rey de la Danza»), célebre imagen dentro de la iconografía religiosa de la India, tiene en una de sus manos el tambor sagrado con el que se produce ese sonido. Algunos tambores usados en los rituales generan verdaderamente un sonido similar a la sílaba sagrada, lo que hace, según ellos, que los participantes alcancen estados superiores de conciencia (probablemente, la repetición de este sonido por un tiempo prolongado, induzca algún tipo de trance).

Sobre el particular, es interesante observar que, en la década de los ’50, los científicos occidentales descubrieron un extraño fenómeno en estudios realizados con radiotelescopios. Los mismos notaron que en todas partes donde se apuntaran dichos aparatos, especialmente si lo hacían en las zonas de menor densidad estelar, captaban un “ruido” de fondo que no parecía generarse en ningún sector del espacio o a partir de ningún astro.

Finalmente, en 1965, luego de años de investigaciones a través de los cuales descartaron toda posibilidad de interferencia terrestre o de error de medición, se descubrió que esta “señal” era una radiación remanente de la Gran Explosión (la que ocurrió cuando comenzó el Universo) y que estaba inmanente en todo el espacio cósmico. A este fenómeno (ruido electromagnético) los científicos lo llamaron “radiación de fondo de microondas”. Siendo el mismo un “eco” remanente del Big-Bang (la Gran Explosión) es un hecho notablemente parecido a la mítica idea hindú del “Sonido de la Creación”, el mantra OM (el cual, aseguran, compenetra a todas las cosas y puede ser escuchado en cualquier parte del Universo por los oídos que permanezcan “abiertos”).

Ante tales coincidencias no puede caerse en el facilismo de adjudicar todo a la casualidad, siendo más coherente pensar en cierto conocimiento innato de la realidad (a través del inconsciente colectivo y de sus representaciones arquetípicas) llevado a la categoría del mito por el folclore popular.

No obstante, hay que aclarar que la calidad de legítimos que se pretende dar aquí a estos mitos no implica su elevación a la categoría de realidad absoluta o de verdad científica, ni tampoco esboza la intención de querer discutirlos en un plano epistemológico. Es evidente que su valor empírico ha sido agotado desde la aparición del pensamiento racional, como base estructural del saber, y de las ciencias experimentales. Pero en lo relativo a su valor simbólico y arquetípico, aún no tienen remplazo, siendo este aspecto del conocimiento, o si se quiere, de la cultura individual y colectiva, de capital importancia para la buena relación del individuo con el medio ambiente y para su plena evolución psíquica y espiritual.

Si la Ciencia da al hombre la comprensión de la naturaleza del Universo y de su funcionamiento, es decir, básicamente permite llegar a “conocerlo” como realmente es; los mitos y símbolos (si nacen de genuinas representaciones arquetípicas) le permiten relacionarse con él y le dan sentido a tal “conocimiento”, incluso desde antes de poseerlo o de pensar en ello.

Más allá de que la noción del Océano Cósmico, como origen de todas las cosas, es una idea arquetípica compartida por, virtualmente, toda la especie humana, al menos en el caso de los egipcios, este concepto tiene otro tipo de significación, sin por ello descartar que la misma sea un remedo local del arquetipo universal. Esta se relaciona en forma directa con la idea de las “inundaciones” del Nilo.

Para comenzar, se debe recordar que, según la geología, en tiempos del pleistoceno grandes áreas cercanas al río eran prácticamente marismas y sufrían inundaciones mucho mayores que las de tiempos históricos. Con estas condiciones, tales fenómenos, debieron dejar en los primitivos habitantes de la región una impresión emocional mucho más fuerte que la que habrían tenido que vivir en las condiciones climáticas y geográficas de los tiempos dinásticos, la cual quedó registrada, en forma indeleble, en su memoria colectiva.

Este pueblo creía que el mundo había surgido a partir de una inundación primordial, que al retirarse, dejo a la vista la primera tierra “seca”, la “Colina Primordial” o Benben (transliterado desde los jeroglíficos como: bnbn); este mito es, en forma inequívoca, análogo al del Diluvio Universal de los semitas, y es probable que, como se verá más adelante, tenga la misma significación y hasta, probablemente, un origen común.

Nu o Las Aguas Primordiales:

El dios Nu (o Nun) era el concepto egipcio de las “Aguas Primordiales”. De género masculino (aunque con atributos andróginos, como el tener senos) pero con características abstractas, no se le rendía culto en ningún templo ni tenía imágenes o ritos relacionados. Era una concepción teológica muy antigua, que tenia que ver con los mitos de la creación y las doctrinas teológicas relacionadas con el origen del Universo y de los dioses.

Se le consideraba, en un sentido metafísico, como las aguas del “Espacio” o el Océano Cósmico, que era una forma simbólica de aludir al infinito. También equivalía a las aguas dulces en la simbología popular (ríos, lagos y marismas del Delta del Nilo). En un sentido más específico representaba a Nen-naou, el Nilo divinizado. Se lo llamaba “Padre-Madre” por su carácter andrógino o pre-sexual.

Correspondía a la “faz del abismo” o תהום (tehom) a que alude la Biblia (ver Génesis 1:2) o al dios Apsû babilónico, dado que, en los textos sagrados se decía: “Sobre Nu se cernía el aliento de Kneph”. Siendo este último, la fuerza creadora masculina de la naturaleza, que era representada teniendo en la boca al Huevo Cósmico.

A este netjer (dios) no se le rendía culto en un templo específico, ni tenía lugares sagrados dedicados a él. Sucede que los sacerdotes decían que estaba inmanente en todas partes (sobre todo en el agua). A él estaban dedicados los birket (lagos sagrados) de los templos, que simbolizaban la no-existencia, anterior a la Creación.

El agua fue tomada, por los antiguos egipcios, como el elemento análogo al primer estado de las cosas; presente antes de la misma creación e, incluso, antes de la misma existencia de los dioses. Esto debe ser entendido de forma parecida a la idea del Brahman de los hindúes (“La Causa Primera”, “Aquello” de lo que nada puede decirse), el estado absoluto y primigenio de la existencia, el cual concuerda filosófica y teológicamente con el dios egipcio Nu. No obstante, cabe aclarar que Nu -Nun en griego, no era considerado un dios en sí mismo, sino algo similar al Caos en la cosmogonía griega.

Se decía que antes de que comenzara la vida, antes que algo emergiera del Océano Cósmico, yacía Nu, la “no-existencia”. Esta entidad, desde el punto de vista filosófico, no sería otra cosa que la “Existencia Indiferenciada” o en estado potencial, la “causa sin causa”, a la cual los egipcios se referían a veces como al “lo innombrable”. Concepción que se encuentra presente en casi todos los sistemas de creencias evolucionados.-

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