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Había una vez una pequeña niña, que como a todos los niños, le contaban cuentos antes de...

     
Tiempo de lectura: ~7 minutos. 1938 palabra(s).

Había una vez una pequeña niña, que como a todos los niños, le contaban cuentos antes de dormir; solo que en este caso no eran cuentos, eran historias de la familia.

– ¡Abuela! Esta noche quiero que me cuentes cuando abuelo te propuso casamiento.

– Pero Emi, te conté cien veces esa historia.

– ¡Dale!

– ¡Puf! Fue hace muchos, muchos años, como cincuenta más o menos, íbamos con nuestras familias en tren, para pasar el día en el lago.  Bueno, ya sabes que en realidad los padres de tu abuelo ya habían muerto, nos llevábamos muchos años de diferencia.  En fin, cuando le pedí una chipa, él fue y me la trajo, y en la bolsita había una cajita.

– ¡Con el anillo!

– Bueno, ¿pero te cuento yo o vos? -comenzaron a reír cuando la luz de la habitación se apagó.

– ¡A dormir! -la puerta se golpeó bruscamente y una silueta se dejó entrever.

– Pero mamá, ¡me está contando un cuento!

– No me interesa, mañana hay escuela.

La longeva mujer de cabellos grises se levantó, besó a su nieta en la frente y salió de la habitación.

– No deberías ser tan estricta con ella -susurró una vez afuera.

– ¡Qué aprenda desde chica! -gritó para que la oyera la niña.

– ¿Qué aprenda qué? Tiene ocho años. Y baja la voz, no necesita escuchar esta conversación.

– A vos se te ocurre contarle esas cosas para que crea que todo en la vida sale bien y que todos los hombres pueden ser como papá.

– Pero es así. Que lo tuyo no haya funcionado no quiere decir que todos sean malos.

– ¡Cómo siempre! No pierdes la oportunidad de machacarme mis errores -comenzó a levantar nuevamente la voz.

– ¿Están discutiendo otra vez? – Alberto abrió la heladera y sacó la jarra con agua.

– ¡No mi amor!.  Anda no más a ver la tele. Si quieres te llevo un vaso de jugo.

Cuando el muchacho se fue, continuó la conversación.

– ¿Ves? Esa manía tuya no entiendo. El ya es grande, tiene casi diez y siete, déjalo un poco y atendele a Emi, que te necesita más.

– Acá lo que necesitamos es plata – refunfuñó lavando los platos.

– Jamás falta qué comer. Y si quieres, puedes ayudarme con los bordados.

– Sabes bien que es su papá el responsable. El tendría que dignarse a dar por lo menos un poco más.

– Da lo que establece la ley.

– Sabes qué, ya no quiero discutir. Toda mi vida me machacaste por no ser como vos -comenzó a llorar y fue a encerrarse en su cuarto con otro portazo.

Noemi suspiró y giró para ir a a descansar cuando vio a Emi, blanca, parada al lado de la puerta de entrada a la cocina.

– ¿Qué estás haciendo acá?

– Solo quería agua… hace calor.

– Mi niña, vamos te pongo el ventilador.

– ¿Mamá y vos discutieron de nuevo?

– No, sólo estábamos hablando.

– Nosotras no hablamos así.

– Y bueno, a veces ella si. No te preocupes.

– Mamá me dice que estaríamos mejor si no estuvieras aquí.

– No le hagas caso -tragó saliva y jugó con sus cabellos- vamos, ahora sí ya se está haciendo tarde.

Muchos años después, una escena similar volvía a repetirse en la misma cocina color salmón.

– Así que vas a almorzar con tu papá hoy, otra vez. Y bueno, anda no más, yo voy a comer sola.

– Mamá, es su cumpleaños.  Además decile a Alberto que se quede contigo.

– No, el tiene que ir a jugar fútbol con sus amigos, merece un descanso.

– ¿Y yo no?

– Tú eres mi hija, te crié para algo más que eso, «pensé». Pero ya veo que prefieres darle más importancia a alguien que no vive contigo.

– Eso no es justo.. pero no importa. Yo me voy.

– Igual que tu abuela, te vas y me dejas con la palabra en la boca.

– Sí, igual que ella -la puerta se cerró y Emi partió con un terrible remordimiento, por más que sabía que la realidad no era exactamente como lo pintaba su mamá.

– No te olvides de dejarme lo del teléfono.

– Voy a ver. No creo que  te pueda ayudar.

– ¡Pero te comprometiste!

– Al agua. Y este mes quiero ir al concierto, si te doy para el teléfono, no me alcanzará.

– Yo no voy a pagar.  A ustedes les corresponde ayudar, ya son grandes.

– ¿Y porque no le pediste a Alberto?

– ¡A él no se sobra la plata!

– Bah, es lo que te dice.  Bien que le sobra los fines de semana para salir a tomar con sus «yiyis»… Y claro, para la ropa de marca que usa.  Además, él es el que más gasta en llamadas para especular.

– Eso no me importan.  Dame mañana la plata.

– No te voy a dar ya te dije.

– ¿Qué?

– No puedo este mes.  Se paga el siguiente.

– ¿Y si no hay?

– Y bueno, que corten el teléfono.

Y así comenzó una nueva sesión de plagueo, que terminó rápidamente, cuando Emi salió de la casa y fue a caminar a la plaza.

En su casamiento todo fue perfecto, salvo su mamá que no estuvo.  No soportaba la idea de estar en el mismo lugar que la señora de su ex marido.

– Si tanto la quieres, que esté ella contigo en el altar -fue lo último que le dijo la noche anterior.

– Pero mamá, se va a ir a la misa no más. No le puedo prohibir -tampoco podía hacerle entender que lo que hubiera ocurrido con su ex marido, era algo que quedaba entre ellos tres, y no tenía porqué afectarla a ella.  Su madrastra no era su madre, pero muchas veces se comportó como tal, y la apoyó mucho más que la biológica.

– Pero a mi me podes rebajar a su nivel, ¿verdad? -de un golpe seco regresó a la realidad.

– Sabes que no es así.

Sin ahondar en los detalles, en el álbum quedó registrada su ausencia en cada una de las fotos familiares y la joven inició una nueva etapa entre emoción y tristeza.

– ¿Cómo qué le vas a llamar Deyanira? ¡Es un nombre ridículo!

– No, es bello.  Es de la mitología griega.  Era una princesa luchadora, de las que hacen falta hoy en día.  Ella no aceptó su destino y luchó, tuvo una bella historia de amor.

– Tu marido tiene razón.  A veces estás completamente fuera de onda -se dejó caer con fuerza en el sillón y hojeó el diario.

Ella miró a la bebe y sólo se concentró en la belleza de su rostro. «Siempre podemos hacer las cosas diferente».

– ¿Y qué es eso de que renunciaste a tu trabajo? ¿Estás loca? Necesitas el dinero para el bebe.

– Si, pero Diego trabaja bien en el banco.

– ¿Y acaso queres depender de él?

– Algo se me ocurrirá; pero por lo menos el primer año de Deyanira, quiero estar cien por ciento a su lado.

– Y cuando te falte para la leche, ahí vamos a hablar.

– Ya te dije, Diego gana bien.  Además, espero no darle leche en polvo.

– ¡Uy! ¿Y queres que se te quede todo grande y fofo?

Ella sonrío, sabía que su marido no la había elegido precisamente por su apariencia física (tenía otras cualidades mejores).

– No va a pasar eso.

– Si, así será -suspiró profundamente- Eres vicedirectora, este año te ascenderían.

– Si, pero no hubiera podido estar con ella.  ¿De qué me sirve?

La discusión iba a aumentar, por lo que Emi le señaló a la bebe y salieron del cuarto.

Algunos años más tarde, la casa de la joven estaba llena de globos inflados y la enorme piñata colgaba del único árbol en el medio de jardín.

Mientras unos muchachos inflaban el globo loco, la pequeña se acercó a su mamá y le estiró la pollera.

– ¿Por qué me dijiste que no viene abuela a mi cumpleaños?.  Me prometió que me traería galletitas.  Yo quiero, son ricas

Emi la miró, la inocencia iluminaba su rostro aunque le hiciera el tipo de preguntas que prefería evitar. ¿Cómo explicarle a tan corta edad que a veces el ego de las personas lastima incluso a quienes menos lo merecen?

– Bueno, si queres, aún hay un poco de tiempo; vamos a buscar rápido una receta en internet y la hacemos juntas. ¡Te prometo que van a salir riquísimas!

La tomó de la mano y la metió a la casa, calculando unos diez minutos para encontrar la receta, cuarenta y cinco entre preparar y cocinar, de la hora que tenía antes de que comenzara el cumpleaños.

«Ojalá algún día pueda cobrarle… pero lo dudo», murmurando interiormente, comenzó la tarea.

– Odio lo bien que te llevabas con tu abuela. Incluso después de muerta siempre decías que te visitaba durante tus sueños. A mi me abandonó.

– No, no te abandonó, vos la hiciste a un lado.

– ¿Dónde está tu hermano? El tendría que estar acá, no vos.

– El está saliendo de vacaciones ahora.

– No le llamaste, seguro.

Por un instante estuvo a punto de gritarle que jamás le interesó a él, que se mantuvo a su lado solo por conveniencia y que así como alejó a su abuela, la había alejado a ella y a su hija (que ya no quería saber nada). Pero, dadas las circunstancias, dado todo lo que ya había pasado, estaba demasiado ocupada como para entrar en una de las interminables discusiones.

La puerta de la habitación se abrió y entró una hermosa jovencita rubia, con un celular en la mano.

– Mamá, ya es tarde, tenemos que ir a la danza.

– ¿No vas a entrar a dar un beso a tu abuela?

– No.

– ¿Cómo dejas que me hable así?  ¿Eso te enseñé?

– Y la verdad abuela, que esto me enseñaste vos a mi, no mamá.  ¿Podemos ir ya? -la miró impaciente, recordándole mentalmente que ella jamás tendría su paciencia.

Tomó su bolso, se levantó de la silla y se fue.

– ¿Y me vas a dejar acá sola?.

– Lastimosamente, vos misma te hiciste esto hace mucho tiempo.

Ya fuera en el pasillo, la joven le recriminaba una y otra vez.

– Ni se te ocurra retarme.  Yo ya te dije que no soy como vos.  A mi me lastiman y yo araño -protestó orgullosa.

– Te conté del sueño que tuve una vez con tu abuela, justo en uno de esos momentos complicados.

Deyanira la miró con intriga.

– Estábamos en un bosque, y de repente se nubló.  Yo tuve miedo pero ella me tomó de la mano y me dijo: «En medio de la tormenta busca un refugio, hace fuego y espera a que pase el mal tiempo.  Luego volverás a ver el sol y podrás retomar tu marcha.  A veces, la tormenta es larga y dura varios días, pero siempre pasa.  Eso sí, por las dudas, ten cerca siempre un refugio y todo lo que necesites para sobrepasar el momento. Y espera… espera… y espera un poco más.»

– Muy linda la historia, pero no entiendo.

– Tu abuela siempre fue una tormenta, hizo de su vida, de forma muy profesional, una tormenta tras otra…  Y yo aprendí a sobrevivirlas, manteniéndome siempre centrada en mi eje.

– ¿Y cuál es tu eje?

– Saber que estaba haciendo lo correcto, y que quería algo diferente para nosotras.

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— Oscar Wilde,
(1854 – 1900, escritor británico)

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