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En Gris - Relato de Rebeca Medina...

     
Tiempo de lectura: ~6 minutos. 1778 palabra(s).

– Mi abuelo fue un hombre maravilloso. Pero no estamos aquí para honrar su muerte, sino para honrar su vida -murmuró el joven de pie al costado del ataúd.

Don José se jubiló a los 50, después de treinta años de trabajo para el estado. En realidad no recuerdo mucho de esa época, pero según me contaron, a la salida de su trabajo venía a la casa y arreglaba electrodomésticos particulares.

Todo era normal, hasta que la tecnología comenzó a dar pasos agigantados: Celulares, WII, tablet; electrónica y más electrónica. No sé bien qué ocurrió primero, si la jubilación o esto, sólo tengo claro que ambas cosas se sucedieron una tras otra.

El se levantaba a las seis, se bañaba y desayunaba y se quedaba sentado en la sala… hasta las 7, cuando recién se levantaba mi abuela y siempre le preguntaba porque no miraba la televisión.

– Porque lo que da a esta hora no me gusta -era su respuesta diaria.

Un poco después preparaba el terere y conversaba un rato, hasta que mi abuela iba a mirar su programa matutino (chistes, noticias importantes y recetas), y él salía  a mirar la calle un rato (daba de comer a los pajaritos y conversaba con los vecinos que encontraba).

Retrocediendo un poco, es bueno mencionar que mi papá se había casado unos cinco años antes de su jubilación. Abuela casi entró en depresión e hizo un pacto con Don José, que no se dejarían estar, ella saldría adelante, aunque extrañara a su hijo y él no quedaría triste cuando llegase el momento tan temido.

PescandoVolviendo a donde quedamos, tuvieron una vida tranquila por unos cinco años. Cuando niño a veces quedaba con ellos mientras mis padres trabajaban y jugaba sobre todo con abuelo, que me contaba historias, me enseñaba a poner trampas a los pajaritos y cada tanto íbamos a pescar juntos (incluso en ocasiones, con papá).

Pero mi abuela, sin que yo lo entendiera claramente, comenzaba a cambiar y no era el gris de sus cabellos o las nuevas arrugas, era su alma. Antes me recibía con alegría y cada comida era una fiesta; en ese entonces, pareció olvidar la existencia de la sal y su menú de siempre era verduras hervidas licuadas o fideo a la manteca.

Pero también había otras distorsiones, más finas por así decirlo, por ejemplo las ventanas de su dormitorio siempre estaban cerradas (salvo cuando venía abuelo, que lo abría todo); las puertas también se cerraban (para que no entre el perro, los ratones que habían en la tercera casa vecina, la invasión de mosquitos de la otra cuadra o los ladrones que asaltaron una vez en el barrio y salió en el noticiero).

Como era niño, no comprendía bien qué pasaba pero sospechaba que era importante porque habían muchas discusiones y luego dejaron de llevarme todos los días.

Sebastian se detuvo un momento, hurgó entre sus bolsillos y sacó unos papeles arrugados.

– Mi abuelo siempre fue un luchador. Eso lo aprendí de él.

«Mi querido nieto, probablemente después del nacimiento de tu padre, mi mayor alegría fuiste tú. No es solo porque seas mi nieto (que de por sí ya es una sensación única, eras todo tú: tu naricita, tus manitas, tus ojos, tus grandes ojos, ¡te hacían brillar como un sol!».

Yo siento mucho ese largo periodo que estuvimos separados. Muchas veces me preguntaste la razón y yo te decía una y otra vez que te lo explicaría cuando seas mayor. Hoy cumples diez y ocho años, así que creo que llegó el momento.

Quiera Dios que no nos juzgues severamente, cada uno tomó el camino que consideraba mejor, y sobre todo, que puedas perdonar mis errores como yo trato de hacerlo cada vez que regresan a mi memoria y a mi corazón.

Supongo que algo te habrán contado de que tu abuela comenzó con un ataque de depresión cerca del casamiento de tu padre (era su único hijo y no estaba dispuesta a perderle). Fuimos a un psicólogo que sinceramente creo que nos engañó. La veía una vez al mes por media hora, le mantenía su medicación y cobraba una importante suma.

En fin, mejoró por un tiempo, hasta que volvieron a aparecer algunos síntomas, además de que comenzaron a notarse algunos ajustes propios de la edad.

– Tengo todo caído -solía quejarse.

– No importa, ya no somos jóvenes.

– Ni siquiera me miras -refunfuñaba molesta.

– Estamos juntos todo el día, desde hace casi cuarenta años.

Se quejaba que no la amaba por lo que intentaba abrazarla o darle un beso y me trataba de viejo verde o me recordaba qué dirían si nos vieran.

– ¿Quién si ya no viene nadie?

– Igual, puede pasar en cualquier comento.

En cualquier momento alguien podía venir («alguien«), por lo que todo debía estar intacto: los sillones y mesas en su lugar exacto, los manteles impecables, los chiches tal como los dejó; el perro debía irse porque a veces ladraba y era muy molesto… y finalmente, también te llevaron a ti, porque como no entendías sobre la importancia de que todo esté en orden y limpio, perdía la paciencia fácilmente y te retaba mucho, y tus padres decidieron (sabiamente, debo admitirlo con el dolor de mi alma), que era mejor dejarte vivir una infancia cómoda con el televisor y la señora de la limpieza en vez de con nosotros.

Obvio que sin el perro y sin ti, para mi nada era igual. ¡Y maldito el canario de la casa que se la había olvidado cómo cantar!

A veces intentaba salir con ella, sacarla un poco para cambiar de aires; pero no, podía venir alguien o pasar algo o de última no tenía ropa qué ponerse (aparte de los dos placares llenos, claro).

En la casa, la televisión era solo para las noticias, para saber qué pasaba (por lo visto, con salir no bastaría). ¿Alguna vez escuchaste una buena noticia?

Así pues, con el tiempo yo también comencé a ponerme gris y huraño, hasta que un día vino tu padre y me forzó para que lo acompañara a pescar.

– Papá sabes que los amo de todo corazón. Pero esto ya no puede seguir así. Sebastian ya no se acuerda de ustedes -y en ese instante, algo hizo un clic dentro mio, fue como si me hubiera despertado de una vaporosa siesta de verano. Y lentamente, comencé a retomar mi camino.

Volví a abrir las ventanas (sí escuchaba plagueos, pero era un precio muy bajo a cambio de la sensación de salud que me invadía); luego comencé a caminar, cada día un poco más, hasta que casi llegaba a una hora diaria. Decidí también hacerme cargo de la cocina (para qué quejarme que no era rico, si yo  podía preparar lo que me gustaba; aunque fuera mucha o poca sal, determinado sabor o demasiado trabajo para solo dos personas).

Desempolvé mis viejos discos (lo cual también trajo más problemas porque escuchaba las músicas muy fuerte) y volví a traer otro perro (de eso ni hablemos).

Iba a visitarte día de por medio y para mi todo mejoraba lentamente; lastimosamente, no me daba cuenta que dañaba a tu abuela, quien cada día se alejaba más y más y se volvía más huraña.

Un día regresé muy feliz, después de ver tu libreta, cuando la encontré sentada en la obscuridad en la sala inmaculada (me extrañó que había movido el almohadón blanco que le pintó su tía abuela…).

– Tienes otra.

– ¿Qué? -dije sonriendo, pensé que estaba bromeando.

– Se te nota viejo verde desgraciado -aquello ya no era broma- No sé porque no te vas y dejas de humillarme en público. A mi, que di todo por vos. ¿Así me pagas?

Intenté explicarle pero no hubo caso, se levantó y se encerró a llorar en su dormitorio; todo ese día y el siguiente y el siguiente… Y al cabo de unos días, pensé que tal vez sería mejor dejarla, para ver si por lo menos no terminaba de llorar. ¡Gran error!

Fui a la casa de ustedes y poco después tu padre me llamó avisando que la habían internado por una severa desnutrición.  No sabía si ir o no al sanatorio hasta que tomé coraje y fui. Estaba acostada, más flaca que de costumbre, con suero. Me senté a su lado y tuvo que escucharme porque no tenía otra opción aunque no me habló.

Fue dada de alta, regresé con ella para cuidarla (antes el matrimonio era sagrado, «hasta que la muerte los separe», yo había jurado a sus padres que la cuidaría toda mi vida y por si fuera poco, me sentía culpable) y comencé a agrisarme al mismo tiempo que ella iba hablándome.

Cuando me di cuenta, reaccioné y retomé mis hábitos saludables, hasta que una noche cuando fui al baño encontré todo mojado y con olor. Limpié y no dije nada para no herirla.

– La vida apesta -susurró cuando me acosté.

– No digas eso. ¡Es maravillosa! Mira, tenemos casa, un hijo con una buena familia y una buena posición, no nos falta comida y sobre todo nos tenemos el uno al otro.

– No entiendo como puedes ser tan feliz. A veces me das asco.

– Para serte sincero… generalmente me das pena. ¡Cómo te empeñas en ser infeliz!

– Es lo único que me queda.

– ¿Pero no escuchaste lo que te dije?

– Estoy vieja. Me hubiera casado con Umberto, era rico. A esta altura ya tendría suficientes cirugías como para no parecer una uva pasa; y no contigo, que hasta me engañaste.

– Te dije que no pasó nada.

– No hacen faltas pruebas. Lo sé -se dio vuelta y durmió.

Luego comenzó a tener problemas digestivos, dolores musculares, no quería tomar los remedios cuando yo le recodaba… hasta que llegó esa noche, cuando la tuvimos que llevar de urgencia al sanatorio porque tuvo una deshidratación severa.

Sinceramente, y que Dios me perdone, fue la primera vez en muchísimo tiempo en que sentí alivio y me sentí libre.

Desde esa día, formé parte de cuanta actividad pude (club de la tercera edad, ayudaba enseñando electricidad básica en una escuelita para escasos recursos, me uní a un grupo de tai chi del parque…), y me puse como meta disfrutar de la maravillosa vida que tenía.

Mi querido nieto, a veces por decir la verdad o ser quien queremos ser, tal vez nos equivoquemos o dañemos a alguien. No te culpes como yo lo hice tanto tiempo. Disfruta, ama a tus seres queridos mientras estén contigo y déjalos partir cuando sea el momento.

La vida es solo una, llena de una variedad infinita de colores. No te detengas mucho tiempo, camina siempre, siempre.

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