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Oscar Carlos Cortelezzi.

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Tiempo de lectura: ~7 minutos. 1934 palabra(s).

– Prefiero morir antes que arrodillarme nuevamente ante un hombre.
– ¡Mátenla! ¡Mátenla! –gritaba la muchedumbre.
El Señor asentó con la cabeza y el verdugo empujó el taburete.
La joven hizo unos movimientos en el aire y expiró.

Algún tiempo después abrió los ojos.
– ¡Sabía! ¡Sabía que existía un cielo!
Un anciano de barba larga color ceniza y túnicas blancas la recibió y la acompañó a dar un paseo por verdes praderas.
– Queríamos saber qué te pareció tu estadía en la tierra.
– Fue… bastante interesante.
– ¿Podrías hacerme un resumen?

Mis padres eran gente sencilla: Mi madre sirvienta y mi padre cocinero. Gozaban de la simpatía del Señor y eso los hacía sentirse importantes.
CastilloYo fuí la segunda. El primer niño murió poco después de nacer, por lo que con mi llegada ellos no quedaron del todo satisfechos. Los hijos varones son fuertes, pueden ser leñadores o herreros y traen monedas al hogar; pero las mujeres, somos una carga para nuestros padres hasta el día de nuestra boda. Luego, lo somos para nuestros maridos.
Como era relativamente bonita, me casaron pronto, con un hombre mucho mayor, el porquerizo; panzón, siempre sucio y desagradable como él solo.
Yo no quería casarme pero no importaba eso. Mi madre, sobre todo mi madre, se quería deshacer de mi. Pensaba que yo molestaba mucho a mi padre, porque siempre lo acompañaba a su trabajo y aprendía a cocinar con él.
En esa época sabíamos que no podía ser cocinera, y como era delgada tampoco podía ser sirvienta. Ante este panorama, yo no podía trabajar en algo y colaborar con ellos, por lo menos un poco.
En fin, llegó el día de la boda, y cuando no quise salir de la habitación, mi madre me dio una bofetada, me echó al suelo y me empujó para cumplir con lo estipulado (por ellos).
El santo padre nos casó, que no era muy santo dicho sea de paso. Sabía que el casamiento no era por amor… pero yo estaba obligada a obedecer a mis padres, a los mayores; ellos siempre sabían lo que era mejor para nosotras.
Y al término de la sencilla ceremonia de traspaso de un bien, llegó el Señor, quien nos felicito y exigió su “primae noctis”.
Ahora creo que hubiera sido mejor permanecer en su castillo, con cualquier excusa, que regresar; pero en aquel momento solo sentía dolor, vergüenza e impotencia. Yo no podía hacer nada, ni siquiera pensar claramente.
Y a la mañana siguiente, bien temprano, regresé. Regresé a la casa de mis progenitores, donde mi padre me abrazó fuerte y me recordó los deberes de una mujer casada. Luego me invitó a ir a la casa de mi esposo antes que despertara mi madre.
En silencio, rogando a Dios porque todo fuera a mejorar, fui a encontrarme con mi destino.
El porquerizo resultó ser además borracho. Por si todo esto fuera poco, y no es que yo fuera una Lady, pero me gustaba bañarme cada cierto tiempo, sobre todo tener la ropa limpia (no sé todavía porqué ya que siempre me la ensuciaban mi marido o mi madre), pero el porquerizo… era absurdo lo sucia que era su ropa. A veces, después de unas semanas, debía discutir y tal vez recibir unos golpes para lavársela. Pero los golpes no eran nada, la humillación era peor.
A veces me hacía arrodillar y lo demás prefiero no recordar.
El santo padre decía que era mi obligación obedecer; mi madre ni me hablaba y ya no podía acompañar a mi padre a su trabajo y muchos menos verlo.
Pasó así un buen tiempo, tal vez un año o dos; en algún momento perdí la cuenta.
Hasta que una noche vino nuevamente borracho, animal como él solo, e intentó abalanzarse sobre mi en la cama, pero se equivocó y cayó al piso… Cuando intentaba levantarse vi la butaca y se la rompí por la cabeza. Cayó de nuevo, sangrando.  Yo creí que lo había matado y huí al único lugar que se me ocurrió, a la casa de mis padres.
Hablé con papá y lloré tanto, tanto hasta que la puerta se abrió. Mi madre escuchó lo sucedido y llamó a los guardias que me llevaron a la cárcel.
Allí sola, en la obscuridad, temblando de frío, me sentí finalmente libre.
A la mañana siguiente me llevaron hasta el Señor, el «todo» de la ciudad, «amigo y justiciero», «bondadoso con los necesitados y estricto con los bandoleros».
– ¿Por qué hiciste esto María? ¿Estás arrepentida? -me preguntó.
Junté valor para responder y mirándolo de reojo, lo hice.
– Si fuera necesario lo volvería a hacer. Prefiero morir antes que arrodillarme de nuevo ante un hombre.
– ¡Es una bruja miserable! -de un costado de la sala, detrás de una gran cortina, salió el porquerizo, vivo, sacudiendo los puños y abalanzándose sobre mi.
– Yo misma la he visto varias veces adorar al diablo -agregó mi madre, mientras el padre se santiguaba.
Había sido, ahí estaba escondido un grupo de gente, escuchando la conversación.
– Guardias, llévenlos a todos afuera y déjenme hablar con ella.
Por suerte los guardias tomaron del brazo al porquerizo antes que pudiera pegarme.  Los empujaron a todos y cerraron la puerta que había tras las cortinas.
– Nunca me pareciste una mala persona. ¿Qué pasó?
– Me obligaron a casarme -murmuré sin mirarlo a los ojos, mientras él bajaba de su silla y se acercaba a mi.
– A mi también me obligaron, pero no intenté matar a mi esposa.
– Tal vez porque es más fácil para un hombre. Mandan y las esposas obedecen.
– Ese es el oren natural , el orden que quiere Dios.
– Dios habla de amor, de obediencia sí, pero nunca leí en la Biblia que se hiciera una costumbre de las palizas ni de los ultrajos a las esposas.
– ¿Así que lees? -preguntó asombrado- ¿Y qué hacías con un porquerizo? … hubieses podido ser institutriz.
– Mi madre me cambió por un puñado de monedas, «por lo menos ellas le daban de comer».
– Si escuché hablar de ella -se alejó un momento y  miró por la ventana.
– Hagamos esto. Pide perdón a tu marido, reconoce tu error, luego te prometo que te libero y te traigo a vivir en el castillo, como institutriz de mis niños.
– Gracias Señor -lo miré por primera y única vez en mi vida, muy fijamente, bien al fondo de sus ojos verdes- Pero jamás volveré a humillarme ante él.
– Si no lo haces, deberé mandarte a la horca. ¿Lo comprendes? -se acercó  y me tocó el hombro.
– Prefiero la muerte.
– Pero… ¿estás segura?
Asentí, no tuve el valor de responder. Sólo sabía que ya no quería acercarme a ese animal.
– Guardias, llévenla. Preparen la ejecución para esta tarde, cuanto antes mejor -me miró de reojo- Que tenga hoy la mejor comida de su vida y un buen baño si así lo desea.
Más tarde, en el patíbulo no fue tuve ganas de mirar a nadie en particular: a la traicionera de mi madre ni al maldito porquerizo. Sólo sentí un poco de pena por mi padre y cierta gratitud hacia el Señor.

– Y ahora que lo pienso… ¿qué hubiera pasado si hubiera aceptado?
– Habría tenido un final diferente, seguro. Pero eso no era lo que te habías propuesto. Querías saber y entender qué sentían las mujeres humildes de esa época, y creo que lo lograste a cabalidad -respondió el anciano.
– Sí.. ¿y ahora? -musité.
– Es tiempo de programar otro regreso, o si quieres, puedes quedarte un poco más descansando, antes de volver.

– ¡Mira que bonita Beatrice! Le sacaré una fotografía para guardarla en mi billetera.
– ¡Qué lindo amor! ¿… y a mi no me vas a sacar una? Finalmente, yo hice todo el trabajo hoy.
– Claro que sí querida. Así las tendré a las dos.
Poco después, Don Giuseppe Vivaldi guardaba en su billetera las fotografías a color de las dos mujeres de su vida: su esposa (pelirroja, de rostro muy tosco) y su hija (rubia y con cierta apariencia melancólica).
La niña creció y creció, hasta que terminó la universidad a los 26 años. Graduada en Gestión del Arte regresó a la casa de sus padres, en una pequeña ciudad al norte de Sicilia, para pasar unos días con ellos.
– Debes pensar ya en casarte -rezongó su madre mientras le servía la pasta.
– Mamá, ya hablamos de esto.
– Sí, querías tener un título. Ya lo tienes -murmuró mientras se servía el vino tinto.
– Cierto, pero quiero hacer algo más con mi vida.
– Ah, ¿entonces lo que yo hice con la mía no es suficiente?
– Papá…
– Querida, vamos a comer tranquilos y luego lo vemos. Debemos estar felices, nuestra hija tiene un título.
Las discusiones se hicieron cada vez más frecuentes mientras que la joven buscaba afanosamente un trabajo. Su madre incluso le trajo el nombre de un interesado, un cuarentón dueño de una bodega.
– ¡Ya te dije que no! Es petiso, barrigón y todas las noches se emborracha.
– Entonces mejor búscate un trabajo y una casa, porque no podemos seguir manteniéndote.
–  Hablas por ti querida…
– Claro, ya veo. Siempre la apoyas en todo, y a mi nada -la puerta sonó con fuerza y por algunas horas reinó la paz.
– Tal vez papá deba mudarme. Pensaba ir a Florencia a buscar trabajo, recorrer las galerías y ver si encuentro algo.
– Pero… ¿estarás bien?
– Y no creo que sea peor.
– No digas eso. Quiere lo mejor para ti.
– Lo imagino…
Aunque a ambos les dolió la decisión, aceptaron la posibilidad y poco después se dieron un fuerte abrazo de despedida en la estación del tren.
Beatrice partió con unos ahorros extras de su padre y fue hasta la ciudad del arte. Durante varias semanas recorrió una a una las galerías y los museos, hasta que una tarde, ya cansada, se sentó en una plaza y miró al cielo buscando una salida.
Vio encima de su cabeza un cartel donde pendían secretaria. Entró y completó los formularios y poco después fue llamada para reunirse con el dueño del local.
En la oficina, por un instante se perdió entre el magnífico mobiliario antiguo que decoraba la sala, antes de comenzar la entrevista.
Cuando se sentó, pudo observar mejor al propietario, un hombre flaco, con unos profundos ojos verdes, de apariencia noble, que le produjo una vaga sensación de haberlo visto antes.
– Todo está muy bien Señorita Vivaldi -inició pausadamente, mientras ponía en orden sus papeles- Pero usted se graduó en Gestión del Arte y nosotros por ahora, necesitamos una secretaria.

– Yo preciso de este trabajo. Estoy segura que puedo aprender.
– Pero ganaría mucho menos.
– No importa.
El hombre se sacó los lentes y pensó un momento mirando por la ventana.
– Hagamos esto. Si está de acuerdo puede comenzar como secretaria.
– ¡Si, gracias!
Él sonrío.
– Y cuando tengamos libre un mejor puesto, si se desempeña bien, se lo daremos.
Beatrice saltó de la silla y lo abrazó, ruborizándose los dos cuando se percataron de la informalidad.
– Bien. Creo que está todo listo. Puede regresar mañana a las ocho para comenzar.
Ella agradeció nuevamente y tan pronto como estuvo fuera de la galería, llamó a su padre para contarle la buena nueva.

– Un excelente comienzo -murmuró el anciano de barba gris- Ahora todo será diferente con las mismas personas y el aprendizaje se habrá cerrado.

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