Todos estamos de acuerdo en que la conducta humana debe estar pautada, en lo posible voluntariamente, por un sistema eficiente de reglas que determinen lo que se «puede» o «no se puede» hacer… Aún las escuelas de pensamiento más radicales del Anarquismo, el Liberalismo y el Nihilismo, aceptan la existencia de normativas éticas.
Sin embargo, desde los que todavía viven en la oscuridad de la moral dogmática, hasta los más enconados «libre-pensadores», poca o ninguna vez, se pregunta el «¿por qué…?» ¿Cuál es el verdadero motivo que nos hace imponernos a nosotros mismos o aceptar, sin más, las que nos «enseñan», reglas que limiten nuestra libertad, la satisfacción de nuestros deseos y la realización de nuestras ambiciones?
Durante milenios y, pese a las protestas retrospectivas de marxistas y humanistas, las religiones fueron un método eficiente de dejar en claro al hombre, tanto en su carácter de individuo como en su relación con el grupo social, que es lo que estaba «bien» y que «mal»… Vale decir, la creencia (el sistema de creencias) determinaba las pautas morales, los tabúes y las leyes. El temor y el pensamiento asociativo (lógica inductiva) son, y siempre ha sido, el motor de la «moral».
Mal o bien, de ese modo fue posible hacer surgir la civilización, la cultura urbana y, a la postre, la tecnología. Por entonces, no existía un marco adecuado para tomar distancia de la vida diaria y analizar las cosas de manera científica. El consenso, guiado en parte por el miedo a los peligros y a lo desconocido, en parte por un instintivo pragmatismo, era lo que determinaba las «reglas del juego».
Somos los herederos de los viejos sistemas y estructuras morales, llevamos en la memoria colectiva las supuestamente incuestionables nociones sobre «el bien y el mal» que se pautaron en el comienzo de la civilización. Nuestro proceder es tan dogmático y tan poco analítico hoy, como lo fue en tiempos de la redacción del código de Manú, de la Toráh o de la Estela de Hammurabi.
Dejando de lado las pautas y «normas» morales de tipo tribal o relativas a un sistema de creencias dado, hay un «dogmatismo» común entre creyentes de casi todas las religiones y los humanistas, materialistas o adeptos de cualquier sistema filosófico racionalista: El considerar a ciertas acciones como prohibidas, a ciertas conductas como «malas» o inmorales.
Si bien puede pensarse que el hecho de que los primeros crean que una deidad «reveló» al hombre tales cosas y los segundos, que fueron el logro del pensamiento humano, en constante ascenso y evolución, esto no hace mayores diferencias, dado que nadie tiene una clara explicación (o quizás no se animen a tenerla) del «¿por qué?» de todas esas reglas.
El no-robar o el no-matar, entre otras cosas, son «dogmas» comunes del pensamiento humano. En toda sociedad «civilizada» no se cuestionan jamás… Esto está muy bien pues, tales acciones, no pueden ser acometidas por cada cual, a su gusto, y que aún así siga existiendo la civilización. Lo malo es creer que obedecen a factores racionales o «pensantes» (o «divinos», como es el caso de los creyentes en religiones reveladas) y no al puro instinto de conservación.
Como ejemplo puede tomarse el «mandamiento» más extendido a nivel universal: «No matarás»… ¿Cómo es que llegamos a esta conclusión? ¿Un dios (o dioses) todopoderoso nos dijo que «no es bueno matar», que «su voluntad» era que no lo hiciéramos? ¿Fue el hombre en su sabiduría y elevación por sobre las demás especies que pensó: «No es bueno matar a los semejantes»?
En verdad, un somero análisis psicológico de la cuestión nos muestra que NO… Que el origen del tabú tiene que ver con el instinto más primitivo y común a todas las especies del mundo animal: La conservación, la auto-preservación. ¿Cómo es esto? Muy simple: Al matar nos enfrentamos a nuestra propia mortalidad. Al contemplar a la víctima de nuestra acción, en especial si es de nuestra misma especie, somos más conscientes de lo frágil que es nuestra existencia, de lo fácil que es que nos «maten». Como producto natural del pensamiento asociativo (mezcla del temor y la culpa), surge entonces el «no matarás» (en realidad: «no me conviene matar, porque de ese modo corro menos riesgo de que me maten a mí…»).
Con el «no robar» pasa lo mismo, pero con otro instinto muy poderoso y primitivo: La territorialidad… que en nosotros se manifiesta o pone en evidencia a través de nuestro sentido de la «propiedad». Simplemente, en alguna parte de nuestro inconsciente, subyace la idea de que si robamos, si todos roban, si les quitamos a otros lo «suyo», a la larga nuestra propiedad también correrá riesgo y por ello decidimos «no robar», con la esperanza de que exista consenso en ello o bien de pasar desapercibidos ante los demás y evitar poner en riesgo nuestra «propiedad».
De ahí que la sociedad secular ponga tanto énfasis en castigar los delitos y la «fe» base gran parte de su teología en el miedo, el castigo y la culpa relacionada con la violación de tales «mandamientos».
No vale la pena reseñar a los mandatos morales relacionados por la sexualidad porque, desde Sigmund Freud, ya sabemos que surgen de nuestras represiones, traumas y conflictos, originados en nuestra temprana niñez.
Todo esto nos lleva a analizar la otra cara de la cuestión: ¿Por qué sentimos «culpa» al cometer ciertas faltas «morales»?
Si se deja de lado la autosugestión y el temor a la pérdida de los favores de un dios o a ser reprimidos por la ley, en el caso en que la acción sea punible a nivel judicial, veremos que la «culpa» surge de algo muy ajeno al razonamiento lógico. Muy rara vez (o nunca) esto se da porque pensemos: «He causado mal y no es ético», etc…
Lo que nos mueve a sentir «culpa» es por un lado el temor a perder el sentido de pertenencia con el grupo, la tribu o la cultura a que pertenezcamos y por el otro, de nuevo la idea de «retribución». El pensar: «Si yo lo hice, otro me lo puede hacer a mí o a quienes amo» o bien «He ofendido al dios o a sus ‘mandamientos’, de seguro seré castigado por ello».
La famosa «Regla de Oro», que casi todas las religiones tienen como pauta ética con muy pequeñas variantes: «No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti», es un obvio consejo para la preservación. Esto podría re-formularse como: «Si haces algo a otros, es muy probable que te lo terminen por hacer a ti» (por eso no es conveniente hacer lo que no nos gusta que nos hagan). En el mejor de los casos, es una especie de profilaxis social, una regla para no sufrir «retribuciones» desagradables. No nace de los más elevados estratos del razonamiento o de la intuición de verdades trascendentes, sino de la propia conveniencia.
Ahora bien, ¿qué hacer frente a todo esto? ¿Rechazar toda ley y principio civilizado y hacer lo que se quiera? ¿Considerar como algo irreversible el concepto de moral dogmática y seguir en ello eternamente? Por supuesto que no… Lo primero nos llevaría a un caos en donde la vida en sociedad sería imposible, lo segundo nos seguiría manteniendo en la oscura ignorancia como hasta ahora.
Tal vez no sea tanto cuestión de cambiar de conductas, como sí de comprender la razón por la cual, hasta ahora, las mantuvimos en nuestras vidas… La moral es simplemente un conjunto de reglas consensuadas por conveniencia, algunas en forma consciente y otras por «instinto».
El entender esto, llevará con el tiempo a buscar nociones más racionales para pautar la ética (moral filosófica o racional) y con ello puede que lleguemos a poseer un conjunto de normativas realmente originadas en lo más trascendente del espíritu humano y no en los primitivos instintos que compartimos con las demás especies vivientes o en las supersticiones, que han venido a ser el subproducto de la evolución cultural.
Como decía Cicerón: «Para ser libres hay que ser esclavos de la ley», pero la Ley debería ser el resultado de la razón y no de los temores más atávicos de nuestra especie o de oscuras creencias falsamente atribuidas a revelaciones divinas.-
Autor, antropología, psicología; community manager, diseño y administración web…
Investigador del pasado y los orígenes de las creencias. Dedicado a la reconstrucción y divulgación del Paganismo; a la lucha por el laicismo y el conocimiento científico. Activista de los Derechos Humanos y los Derechos Animales. Ecologista radical. Pagano, liberal. Escritor, librepensador… 44 años de experiencia en la reconstrucción y difusión del Paganismo y el legado ancestral (25 años en la red).
Me gusta lo desconocido, el Erebus, lo que está en penumbras… Valoro tanto la Oscuridad como la Luz, que forman un eterno balance el cual da vida al Universo. Estoy en una jornada, una aventura y una exploración que sólo terminará cuando muera…
«En la arena del debate, sólo cae herida la ignorancia.»